viernes, 11 de abril de 2008

INTRO

Jos subía la escalera cargando con una bolsa de plástico llena de medicamentos; botes de aspirinas, paquetes de analgésicos, rollos de venda y un paquete de caramelos de fresa. Llegó al rellano del cuarto piso y se detuvo un instante para recobrar el aliento. El pasillo estaba en penumbra, la luz del techo pendía vacía, sin bombilla. Las puertas se alieaban a los lados, cerradas y con aspecto de no haber sido abiertas en años. Siguió subiendo.
Al llegar al sexto piso estaba completamente exhausto. Ante la puerta de la casa, buscó las llaves los bolsillos y aguardo a que su acelerada respiración se tranquilizara. El silencio reinaba en el edificio, ningún sonido provenía de los pisos de abajo. Tampoco se oía nada al otro lado de la puerta, ni un ruido dentro de la casa.
Jos abrió la puerta con cuidado, lentamente. La vivienda consistía en una única habitación, de techo alto y paredes amarillentas, todo bañado en dorado por la luz del atardecer que se filtraba entre las cortinas que cubrían la ventana. Apenas había muebles, tan sóo un destartalado armario a un lado y una gigantesca cama que ocupaba la mitad de la habitación.
Sobre la cama, entre una maraña de sábanas arrugadas y caídas, dormía Ann. El rostro de la chica descansaba de lado, los ojos cerrados, la boca entreabierta, su pelo desparramado sobre la almohada como una corona de rosas negras. El resto de su cuerpo se hallaba oculto bajo las sábanas, empapadas en sangre y sudor, que se adherían a su piel dibujando el contorno de su pecho, que se agitaba con cada breve respiración.
Jos se acercó, caminando con cuidado sobre la espesa capa de sangre que embotaba el suelo de la habitación. Sus zapatos se hundían varios centímetros en ese lodazal carmesí, quebrando las durezas y costras que se habían cicatrizado sobre el parqué.
Al oírle, Ann abrió pesadamente los ojos castaños. La chica sonrió, pero sus labios, resecos y agrietados, apenas lograron componer un esbozo de alegría. Jos dejó la bolsa de medicamentos en el suelo, junto a la cama, evitando que ella la viera.
- Hola, ya estoy aquí -saludó mientras se sentaba en el colchón. Ella volvió la cabeza para mirarle mejor.
- ¿Cómo estás? -preguntó él, aparatándole un mechón de pelo oscuro que cubría su frente.
- Creo que hoy no podré ir contigo a bailar -bromeó ella.
Jos río levemente, sin alegría. Acarició la frente, secándole el sudor y la observó con detalle. Estaba cada vez peor; tenía la tez blanquecina, sin rastro de color, y tan sólo en sus ojos se atisbaba un destello de vida.
Jos deslizó su mano por la mejilla de Ann, rozó su baribilla y bajó por el fino cuello, apartando poco a poco la sábana que le cubría el pecho. Ella cerró los ojos, como si no quisiese ver su propio reflejo en los de él.
La piel de la chica era tan pálida que Jos podía incluso ver su pequeño corazón, todo rojo y protegido por un caparazón de costillas, finas y blancas. Una miriada de diminutos agujeros salpicaban toda la superficie del corazón de la chica, como si un alfiler lo hubiese perforado infinidad de veces. Con cada una de las pulsaciones, con cada palpitación, un centenar de riachuelos de sangre brotaba por los orificios, fluía sobre la cama y goteaba siilenciosamente sobre el suelo.
Jos la volvió a cubrir. Apartó la mirada. Maldijo en silencio.
- ¿Cuánto hace ya? ¿Dos meses? -preguntó Ann.
Él abrió los ojos y vio que ella le miraba con gesto agotado.
- Ya llevo dos meses aquí tirada, ¿no? -siguió ella, esforzándose en que su voz no se quebrase.
- Sí, dos meses -asintió Jos-. Pero no te preocupes, pronto estarás bien y podremos irnos a bailar todas las noches -añadió, obligándose a sonreír.
Se observaron en silencio durante un largo minuto. El murmullo de la ciudad, distante, el calor del verano, el dulzón olor de la sangre coagulada.
- He sido muy feliz a tu lado -dijo Ann en un susurro.
- Y lo seguiremos siendo -se apresuró en responder Jos-. Siempre estaremos juntos. Te lo prometo.
- Ojalá... -dijo ella y se detuvo, tomando aire con dificultad-. Ojalá fuese así -consiguió decir-. Ojalá estuviésemos juntos mañana -volvió a hacer una pausa. Su pecho se elevó, los pulmones luchando por tomar aire-. Pero ha llegado la hora de irme -añadió y sus ojos se cerraron.
Jos la miró, vio como su pecho se alzaba por última vez, como su boca exhalaba una última bocanada de cálido aire. Se inclinó y le dio un beso de despedida, tomando aquel aliento antes de se desvaneciese, sintiendo sus labios mientras iban enfriándose y quedando rígidos.
Justo en el instante en que despegó sus labios de los de ella, alguien llamó a la puerta.
Jos dirigió una mirada a la entrada, se puso en pie y cruzó la habitación, sabiendo quien llamaba. Al abrir se encontró con un enorme pájaro vestido con una larguísima toga negra, que le cubría desde el plumoso cuello hasta las patas garrudas.
El pájaro miró la habitación con sus ojos negros, grandes y redondos como tapas de alcantarilla.
- He venido a buscarla -dijo con tono solemne.
- Vaya, ha tardado muy poco en llegar -dijo Jos tratando de no sonar demasiado sarcástico.
- Sí, somos un servicio muy eficaz -replicó el gigantesco pájaro sin hacer caso de sus palabras-. Y ahora, si me permite...
Jos se hizo a un lado para dejarle pasar. Pero, antes de que el recién llegado cogiese el cuerpo de Ann, se situó delante de él.
- ¿Puede llevarme a mí también? -preguntó, abriendo los brazos y mostrando sus manos vacías.
El pájaro le observó. Parecía molesto por la interrupción.
- Claro, sí, supongo -asintió con su afilado pico-. Pero antes tiene que morirse, ese es un trámite totalmente imprescindible.
- Comprendo -dijo Jos y cruzó la habitación hasta la ventana. Corrió las gruesas cortinas y echó una mirada abajo-. Son seis pisos, ¿cree que será suficiente? -preguntó volviendo a mirar al pájaro.
- Yo diría que sí. Pero, si no le importa, preferiría que se tirase un poco más tarde, así le recogería alguno de mis compañeros del turno de noche. Verá, es que he tenido mucho trabajo hoy, ha habido un accidente de tren, un montón de cadáveres, y estoy realmente cansado.
- Lo siento, pero he de ir con usted -le dijo Jos-. Lo prometí.
Cerró los ojos. Saltó.