miércoles, 4 de junio de 2008

A CUATRO PATAS Y MOVIENDO EL CULO

- El servicio contestador de telefónica le informa de que no tiene mensajes.
Jos colgó el auricular y volvió a su habitación. Se tumbó en la cama y apagó las luces. Allí, solo en la oscuridad empezó a pensar, a darle vueltas a la cabeza y a autocompadecerse.
Era viernes por la noche y allí estaba él, solo. Encendió la radio y sintonizó un programa de esos donde llama la gente. No decían más que estupideces y después de escucharlo unos diez minutos apagó la radio. El mundo estaba lleno de gilipollas.
En ese momento entró su gata en la habitación. Era una pequeña gatita negra con un mechón de pelo blanco bajo el cuello. Se llamaba Tina.
- Ven aquí Tina -le dijo Jos y palmeó sobre su pierna para atraerla. La gata, meditó durante un instante y finalmente se decidió por saltar sobre la cama y acomodarse entre sus piernas. Jos la acarició y ella empezó a ronronear placenteramente.
- Otro trepidante viernes -dijo Jos.
- No seas muermo -le contestó Tina con su vocecita gatuna.
-¿Cómo que no sea muermo? -replicó Jos-. No tengo con quien salir y no me apetece salir solo. Lo único que consigues es emborracharte como una cuba y meterte en líos.
- No sé -dijo Tina cambiando de posición y clavando sus enormes ojos oscuros en él-. Haz algo diferente. No todo se reduce a beber y ligar.
-¿Diferente?
- Sí, por ejemplo vente conmigo esta noche.
-¿Contigo? -preguntó incrédulo Jos-. Vaya plan, yo y mi gata de juerga por la ciudad.
-¿Qué pasa? ¿Acaso tienes algo mejor que hacer?.
Jos negó con la cabeza.
- Pero no puedes venir conmigo con esa facha -dijo Tina-. Antes tienes que transformarte en gato.
- ¿QUÉ? -exclamó Jos.
- Ya me has oído.
- ¡¿CÓMO COÑO ME VOY A TRANSFORMAR EN GATO?! -gritó de nuevo él.
- No grites, que no hace falta ser maleducaco -dijo Tina, levantándose y, de un pequeño salto, bajó de la cama-. No es tan complicado. Vamos, inténtalo.
- Bueno, vale. ¿Qué tengo que hacer? -preguntó Jos poniéndose en pie también.
- Te has de poner en el suelo a cuatro patas.
Jos lo hizo.
- Y ahora has de empezar a maullar mientras mueves el culo como si tuvieras cola.
- ¡Esto es absurdo! -se quejó Jos meneando el culo.
- No más que el que puedas hablar con tu gata. Ahora deja de protestar y empieza a maullar.
- MIAU, MIAU -dijo Jos y siguió moviendo el culo de un lado para otro.
- Haz más largos los maullidos -dijo Tina los bigotes en tensión por evitar la risa.
- ¡MIAUUUUUU, MIAUUUUUUUUUUU! -Jos balanceó aún más exageradamente el trasero.
Tina no pudo más y estalló a carcajadas, cayendo de espaldas sobre el suelo.
-¡Esto es una tomadura de pelo! -Jos se levantó rojo de ira y vergüenza.
- No, no -dijo Tina con lágrimas en los ojos-, en serio que se puede conseguir.
- ¡Y una mierda! -le grito Jos-. Te estás quedando conmigo.
- Bueno, sí. -la gata volvió a revolcarse de risa-. Pero ha sido realmente gracioso -logró decir entre carcajadas.
- ¡Maldita puta! -Jos cogió el pequeño cuerpo de la gata y la levantó con fuerza-. ¿No tienes otra cosa mejor que hacer que reírte de mí? -Jos estiró los brazos y la sostuvo bien arriba.
- La verdad es que no -dijo Tina consiguiendo por fin apaciguar su risa.
Jos la arrojó con rabia sobre la cama y salió de la habitación. Tina le vio coger su chaqueta, abrir la puerta de la calle y salir cerrándola de un portazo.

Jos regresó varias horas después. Estaba completamente borracho y tenía un ojo amoratado. Se quitó la chaqueta con dificultad y la dejó caer al suelo. Luego se acercó a la cocina y, torpemente, empezó a hacerse un bocadillo con lo que encontró en la nevera. Se sentó en la mesa y empezó a comérselo lentamente.
Entonces vio el teléfono. Lo descolgó y esperó a que se activará el contestador.
- El servicio contestador de telefónica le informa de que no tiene amigos -dijo la mecánica voz femenina.
- Eso ya lo sé, puta -gritó Jos y arrojó el teléfono al suelo. El aparato cayó y se rompió en pedazos. Jos le dio una patada y salió de la cocina, dejando encima de la mesa el bocadillo a mediocomer.
En su habitación le esperaba su gatita negra.
- Lo siento -le dijo Tina desde la cama.
Jos no le contestó y empezó a desvestirse.
- De veras -siguió la gata-, sólo quería gastarte una broma, pero creo que no era el momento adecuado.
- Déjalo -respondió Jos sin mirarla-. Conmigo siempre es un mal momento. -tras una breve pausa, Jos esbozó una sonrisa-. En realidad era bastante divertido. El gilipollas haciendo el payaso a cuatro patas y meneando el culo.
- No seas tan duro contigo mismo.
Jos no contestó y se quitó la camisa.
- Sí, un payaso, pero mira que músculos -dijo flexionando los brazos y observando como se hinchaban sus bíceps.
- Parece que de poco te sirvieron esta noche -murmuró Tina, poco impresionada-. ¿Y ese ojo?.
- Creo que le dije alguna guarrada a una chica que tenía el novio cerca, pero la verdad es que no lo recuerdo muy bien.
- Espero que él acabase peor parado -dijo ella.
- Sí, yo también -Jos se puso los calzoncillos y la camiseta rota que usaba como pijama-. Hazme un sitio.
Tina se movió a un lado y Jos se tumbó en la cama, sintiendo dolor en todos los puntos de su cuerpo.
- ¿Qué tal tú? -preguntó mientras apagaba la luz.
- Bah, como siempre -respondió la gata en la oscuridad.
- O sea, que has pillado.
- Bueno, algo se ha hecho -dijo Tina sin querer entrar en detalles. Jos sintió como la gata se acomodaba entre sus piernas y se enroscaba formando un ovillo. Al poco tiempo, escuchó su respiración, pausada y tranquila.

sábado, 17 de mayo de 2008

LA CHICA BANZAI

La nacional 322 se extendía en la llanura entre Albacete y Linares durante kilómetros y kilómetros. El paisaje era una inmensa nada de tierras resecas, algún arbusto y poco más. Los coches y los camiones cruzaban aquella tierra de nadie, día y noche, sus motores rugiendo al viento, alejándose.
El Camino era un restaurante en el margen derecho de la carretera, justo pasado el punto kilométrico ciento cincuenta y siete, a doce del pueblo más cercano. Era una gran casa rural, de paredes de piedra blanca y ventanales de madera lacada. Los dos primeros pisos albergaban el restaurante y la cocina, mientras que el tercero era la casa de la familia León, los dueños del restaurante.
El padre era Juanma, un hombre canoso de cincuenta y cinco años, no muy alto, algo rechoncho y de un malhumor que era legendario en los alrededores. Se ocupaba de la cocina, siendo el jefe de los tres cocineros que trabajaban en el restaurante.
María era su mujer, algo más joven que él, también bajita y regordeta, el pelo teñido de rubio en una voluptuosa permanente. Ella servía las mesas, su amabilidad y simpatía compensando en cierta manera su algo huidiza memoria.
El matrimonio tenía cinco hijos; cuatro chicos y una chica. De los cuatro varones, dos se habían ido a Madrid a estudiar en la universidad. Los otros hijos habían tenido que permanecer en el restaurante, ya que el dinero de la familia no daba para pagar tanta residencia y tanta matrícula y tanto viaje.
Borja era el mayor de los hermanos que se habían quedado. Era un chico de veinticinco años, alto, delgado, serio y tímido. Pasaba la mayor parte del día en el despacho del piso superior, llevando la contabilidad del local y haciendo cuadrar las cuentas. Cuando el tiempo se lo permitía, cogía la bicicleta y se perdía durante horas por los alrededores. Era un fanático del ciclismo, toda su habitación forrada de pósters y fotos de Indurain y Perico Delgado.
Nacho era el siguiente, veinte años, alto, bastante guapo, pelo castaño y ojos oscuros. Ayudaba a su padre y a los otros cocineros en la preparación de las comidas. No se le daba mal la cocina, pero su cabeza solía estar perdida en otras preocupaciones y su falta de atención solía sacar de sus casillas a su padre. Entre sus preocupaciones solían estar las numerosas chicas de Pedregal con las que mantenía algún tipo de relación, sexual en la mayoría de los casos.
- ¡Laura, Laura! -la madre entró en la cocina llamando a gritos y buscando con la mirada entre el vapor de las sartenes y las ollas sumía en una neblina la estancia. El olor de una decena de preparados diferentes se mezclaba en un profunda esencia; carne a la brasa, estofado, lentejas a la Riojana, huevos fritos, pescado al horno.
- ¿Qué pasa? -preguntó el padre, asomando la cabeza tras uno de los estantes y con un bote de especias en la mano.
- ¿Laura, dónde está Laura? -preguntó de nuevo la madre-. Llevo buscándola media hora y no aparece por ningún sitio. ¡Las mesas no se sirven solas! -exclamó la mujer y, dando un fuerte empujón, abrió la puerta y salió de la cocina al comedor principal-. ¿Dónde se mete esta chica siempre que la necesito? -siguió protestando en voz alta, enviando a su otro hijo Borja a la cocina a buscar más platos.
Laura estaba en el aparcamiento, subida a la cabina de un enorme trailer de veinte toneladas con destino Francia. La chica se hallaba en ese preciso momento cabalgando sobre la abultada barriga del conductor, la falda negra caída en el suelo, las piernas abiertas, las rodillas sobre el asiento, moviendo rítmicamente las caderas y cerrando los ojos y emitiendo un leve quejido con cada una de las embestidas de la polla del camionero.
- Oh, nena, oh, nena -gemía éste, echado hacia atrás en el asiento, viendo como aquella preciosidad de chica le montaba salvajemente. Ella era una muchacha de dieciocho años, delgada y no muy alta, el pelo castaño recogido en una larguísima trenza y unos ojos claros que brillaban bajo unas largas pestañas.
- Oh, oh, oh -el camionero tuvo que cerrar los ojos para no correrse instantáneamente.
Ella seguía agitándose lentamente sobre él, sobre su polla, los ojos cerrados, la mano derecha acariciándose el rostro, mordiéndose el dedo índice, concentrándose en llegar al orgasmo.
- Eres preciosa... lo mejor... Lo mejor que me ha pasado nunca -balbuceó el hombre y alargó una mano para, a través de la camisa que aún vestía ella, acariciarle los senos.
La chica apartó la mano sin ninguna delicadeza y la sujeto contra el asiento. Sin abrir los ojos ni variar su expresión, cabalgó más intensamente, saltando sobre él, literalmente. Una decena de sacudidas más y la chica mordió con fuerza su dedo, soltando un leve gemido al lograr correrse.
- Sí, sí, nena -siguió diciendo el camionero, arqueando la espalda y preparándose también para llegar al clímax.
Entonces ella abrió los ojos y dejó de moverse.
- ¿Eh, qué pasa? -preguntó extrañado el camionero.
Ella no respondió. Con gesto serio miró durante un momento el fofo y húmedo rostro del hombre, la incipiente calva salpicada de goterones de sudor. Al instante, la chica se levantó y se separó de él.
- ¿Qué haces?
Laura le obvió y empezó a ponerse las bragas y la falda.
- ¿No me irás a dejar así? -el camionero le agarró del brazo y tiró de ella para hacerla volver hacia él, hacia su engrandecido miembro que aún aguardaba en máxima tensión.
La chica movió con rapidez su mano y agarró la polla del hombre. Él se quedó quieto, sorprendido. Mirándole directamente a los ojos con gesto hastiado, la chica agitó el pene violentamente, una, dos, tres veces.
- No hagas... -empezó a decir el hombre pero, antes de poder terminar la frase, gorgoteó de placer al eyacular abundantemente sobre el techo y la tapicería de la cabina.
Laura soltó el pene y aprovechó la ocasión para abrir la puerta del camión y saltar fuera. A paso rápido, y acabando de abrocharse la falda, se internó entre los otros camiones aparcados de vuelta al restaurante. El hombre permaneció en el asiento de su vehículo, aturdido, el miembro menguando, flácido, la tapicería manchada de grumos blancos, el espeso olor a sexo y semen flotando en la cabina.
Laura Leon, dieciocho años. La única hija de la familia y la más pequeña de los cinco hermanos.
- ¿Se puede saber dónde te habías metido? -María recibió con gritos a su hija nada más ésta apareció en el restaurante. La chica saludó con la cabeza y se apresuro en ponerse el pequeño mandil alrededor de la cintura.
- Estaba arriba, en casa, tenía que hacer una llamada -respondió la hija con tono frío y entró en la cocina.
- No puedes desaparecer así como así. –su madre la siguió, sin dejar de gritar mientras portaba una pila de diez platos sucios-. Te lo he dicho mil veces, no se puede dejar las mesas sin atender, y menos aún si te vas sin decirle nada a nadie.
- Sí, mamá. Lo siento -asintió Laura.
- No, no basta con decir que lo sientes. Tu hermano y yo hemos tenido que ocuparnos de tus mesas. Los clientes estaban muy enfadados.
- Sí, mamá -volvió a afirmar la hija cogiendo varios platos de la encimera y leyendo la nota que indicaba a que mesa iban dirigidos.
- Ya eres mayorcita para seguir comportándote como una cría. -su madre siguió abroncándola a la vez que cogía otro par de platos-. Ya no tienes doce años para ir haciendo lo que te dé la gana.
- Sí, mamá. -Laura se dirigió hacia la puerta.
- ¡Y no me digas que sí todo el rato como si fuese una vieja loca! -bramó la madre a su espalda.
- ¡¿Se puede saber qué coño pasa?! -gritó entonces el padre sin levantar la mirada de la olla de legumbres que removía enérgicamente con un cucharón de palo-. ¡No quiero oír ni un solo grito más! -siguió removiendo, enfurecido.
- Esta niña se está ganando unas buenas zurras, como cuando era pequeña -dijo la madre.
- Sí, mamá. -Laura empujó la puerta con la cadera y salió al comedor. Contoneándose ligeramente, llevó los platos hasta la mesa donde dos camioneros esperaban hambrientos la comida. La chica colocó los platos y se disculpó por el retraso. Los hombres respondieron con amplias sonrisas y observaron sin ningún disimulo a la muchacha mientras ésta se apresuraba en atender otra mesa.

A las seis de la tarde Laura dejó el restaurante y subió a su habitación. Tenía descanso hasta las nueve, hora en que empezaba el turno de noche y en que se volvía a llenar el salón de viajeros que paraban para cenar.
Su cuarto era una habitación entre los dormitorios de los sus dos hermanos, tan pequeña que apenas había espacio para una cama y un armario. La ventana al fondo mostraba el frío paisaje del atardecer sólo roto por los faros de los coches que atravesaban la llanura.
Laura se dejó caer sobre la cama y encendió la radio. Mientras escuchaba el final de una canción instrumental, observó con ojos soñolientos la pared y la ventana y el cielo gris que se volvía negro por momentos y todos esos coches que pasaban ante el restaurante y se alejaban a toda velocidad para perderse en el horizonte.
- Bueno, bueno, bueno -apareció la voz del locutor, superponiéndose a la melodía-. Ya va llegando la noche y por ahora hemos logrado emparejar a muchos de nuestros oyentes para que pasen esta noche juntos. Sí, tú también puedes conseguir una cita para hoy y pasar una velada maravillosa. Hoy es sábado por la noche, no puedes quedarte en casa. -el presentador estaba muy animado, hablada de forma tan exagerada que su alegría resultaba deprimente - Sólo tienes que llamarnos, no lo pienses más, Es sábado por la noche ¿Qué quieres hacer? -preguntó y soltó un corto grito de júbilo-. ¿Qué quieres hacer esta noche? -repitió aún más alto-. ¿QUÉ QUIERES HACER ESTA NOCHE? -su voz atronó en la radio y seguidamente empezó una nueva canción.
Sólo quiero irme de aquí.
Laura dio media vuelta y quedó tumbada de costado.
Sólo quiero irme de aquí, a donde sea.
Pensó en apagar la radio, pero sólo el gesto de estirar el brazo le resultó agotador. De modo que cerró los ojos y se vio obligada a escuchar la canción.
- ¡Y tenemos una nueva llamada! -reapareció la efervescente voz del locutor partiendo la canción por la mitad-. ¿Hola, qué quieres hacer esta noche? -saludó a gritos.
- Hola, Miguel, soy Marta - respondió una chica, apenas una adolescente.
- Hola Marta, ¿Qué tal? ¿Cómo lo llevas?
- Muy bien, Miguel, muy bien.
- ¿Y qué quieres hacer esta noche?
- Pues no sé, me gustaría conocer a alguien, a algún chico -dijo la niña con nerviosismo.
- Oh, eso está muy bien, muy bien. ¿Y cómo quieres que sea tu príncipe azul?
- Pues un chico simpático, alegre, que le guste ir al cine. No sé, que sea de mi edad, catorce o quince. Pues eso, un chico majo, y si es un poco guapo pues mejor.
- ¿Así que un chico majo y guapo?
- Sí, eso estaría bien.
La música subió de volumen.
- ¡Ya lo habéis oído, chicos! -gritó enfervorizado el locutor-. aquí tenemos a Marta que busca a un chico para pasar una noche divertida. ¿A qué esperas? Llama ahora al programa y pídele una cita. ¿Quién sabe? Quizás surja aquí el amor, quizás sea tu pareja perfecta. Venga, levántate de la cama y llama. ¡LLAMA! ¡¿QUÉ QUIERES HACER ESTA NOCHE?!
Laura permaneció inmóvil, tumbada en la cama, empequeñeciéndose.

A las ocho y media salió de su habitación y recorrió el pasillo hasta el cuarto de baño. Al pasar frente a la puerta de su hermano Nacho la abrió y miró dentro; la cama revuelta, el suelo lleno de cómics y carátulas de grupos de rock duro. Laura cerró y fue hasta el lavabo. Se deshizo de la falda, la camisa y la ropa interior. Encendió el grifo de la ducha y espero a que el agua se calentara. Tomó una ducha rápida, lavándose el pelo y el cuerpo, frotándose especialmente en el bajo vientre y en el pecho. Salió del baño y se envolvió en su albornoz. Se secó el pelo con una toalla y salió del cuarto de baño para ir a su dormitorio. Se vistió allí; ropa interior blanca, limpia, pantalones negros, camisa azul, zapatillas deportivas. Volvió a cruzar el pasillo para regresar al baño. Acabó de secarse el pelo y se peino, desenredándolo. Luego tardó cinco minutos en hacerse la trenza, atándola al final con una cinta negra. Usó una mano para desempañar el vaho del espejo. Miró su reflejo y sacó su neceser del armario. Usó un poco de lápiz de ojos para ensombrecer sus pestañas, luego pintó con un leve tono rojizo sus labios. Se miró otra vez al espejo y pareció conforme con lo que veía.
Bajó al primer piso. Su padre y los cocineros ya estaban trajinando en la cocina. Tan sólo había ocupadas un par de mesas del salón, pero pronto llegarían muchos más clientes. Laura se dirigió hacia la cristalera de entrada y miró el aparcamiento de afuera. Estaba vacío a excepción de un par de camiones. El coche de Nacho no estaba. Laura se volvió hacia su madre que se encontraba en el mostrador, tecleando en la caja registradora, contando los billetes y preparando monedas para el cambio.
- Mamá, ¿dónde está Nacho?
- Se fue hace un rato, al pueblo -respondió la madre, sin levantar la mirada, atenta a las cifras y concentrada en marcar correctamente los precios.
- Oh, mierda, le dije que me esperase -se quejó Laura-. Yo quería ir al pueblo hoy. Maldito imbécil.
- No hables así de tu hermano -la censuró su madre-. Él tiene la noche libre y puede hacer lo que le dé la gana, pero tú has de quedarte aquí. Las mesas no se sirven solas -sentenció y, tras recoger las monedas del cambio, se dirigió hacia uno de los clientes que esperaba en la barra.
- Ya sé que las mesas no se sirven solas -murmuró enojada Laura y se dio la vuelta para subir las escaleras. Volvió al piso superior, entró en su habitación.

A las once y media Laura consiguió escaparse al aparcamiento trasero, acompañada de un joven camionero Pakistaní. La noche había sido muy ajetreada en el restaurante, centenares de viajeros, limpiar mesas, servir platos, recoger platos, volver a limpiar las mesas otra vez. Laura cruzaba el salón una y otra vez, de la cocina a las mesas, de las mesas a la barra, de la barra a la caja, de la caja a la cocina, y así sucesivamente, sin pausa. El tumulto de las voces y el tintineo de los cubiertos resonaba en la cámara como las gotas de lluvia al caer sobre un techo de contrachapado. Laura servía más platos, asentía, recogía las escasas propinas, limpiaba mesas y preparaba nuevos manteles de papel. Y sólo pensaba en Nacho que se había ido, su hermano que la había dejado allí, en otra horrible noche en aquel restaurante de mierda.
- Vamos, hija mía, que se te va el santo al cielo -le gritaba su madre cada vez que la descubría parada, de pie, apoyada en la barra o en la puerta de la cocina sin hacer nada, sin atender ninguna mesa.
Laura se dejó guiar por el chico pakistaní y juntos atravesaron el extenso aparcamiento. El hombre la llevó hasta su camión, aparcado en la oscuridad entre dos trailers de transporte internacional.
- Ver mi camión, muy bonito -sonrió el chico, el hombre, treinta años, bajito y delgado, tez oscura, labios gruesos, pelo muy corto, negro, al igual que los oscuros y grandes ojos que la miraban con cierta ansiedad.
- Sí, está muy bien tu camión -asintió Laura y subió a la cabina cuando el chico abrió la puerta.
- Muy cómodo, muy cómodo, incluso cama para dormir. -el pakistaní mostró orgulloso el ridículo y diminuto lecho que se abría detrás de los respaldos de los asientos y en donde apenas podría dormir un niño de dos años.
- Sí, muy cómodo -dijo Laura sentándose en el catre y acariciando el duro y sucio colchón-. Ahora ven aquí, conmigo -invitó al camionero, agarrándole del cinturón y tirando de él.
El pakistaní resoplaba nervioso. Sus pantalones arrugados alrededor de los tobillos, junto con los calzones. Su boca no cesaba de besar y lamer el cuello de Laura mientras con las caderas seguía propinándole fuertes acometidas. La chica restaba con las piernas abiertas, sintiendo como él entraba y salía, sintiendo el fuerte olor a sudor del hombre, sintiendo el duro y frío contacto del colchón sobre su espalda.
El camionero musitó unas ininteligibles palabras y se derramó dentro de ella. Laura cerró los ojos y sintió como el cálido esperma se desbordaba por su ingle. Ni siquiera había llegado a correrse.
Un camión atravesó la carretera, veloz como el diablo, un coche se cruzó en su camino, saliendo de un camino lateral. El camión lo evitó invadiendo el otro carril. Su claxon sonó durante un segundo, alejándose.
Era sábado por la noche.

jueves, 8 de mayo de 2008

EXITO

Mi agente llama a las siete de la tarde. El timbre del teléfono me despierta. Recostado en la cama, desnudo, hablo con ella.
- No te enfades, Jon, tengo muy buenas noticias, noticias buenas de verdad -dice ella, mi agente, Mireia, una mujer de cuarenta años que representa a uno cuantos grupos de rock españoles y sudamericanos, ninguno digno de ser recordado el año que viene.
- Joder, no sabes cómo me duele la cabeza -protesto yo, y cierro los ojos y hago una mueca, pero sigo con el teléfono pegado a la oreja.
- Calla, calla, no te lo vas a creer. He estado esta mañana en la compañía, les he llevado la grabación que me diste la semana pasada. -ella suelta una carcajada-. ¡Les ha encantado! -grita, eufórica, su voz aguda atraviesa mi tímpano-. Tus últimas canciones les han gustado mucho a los productores, Jon, de verdad, no veas la cara que se les ha quedado cuando las han oído. El señor Milar ha llegado incluso a aplaudir, sí, allí en medio del estudio, con todos los jefazos de la empresa alrededor. Al verle, los otros también han aplaudido y han dicho que aquello era muy bueno, que tu música tenía muchas posibilidades. Tenías que haberlo visto. ¡Ha sido increíble! ¡Maravilloso!
Me muevo incómodo en la cama. A pesar de la resaca, del dolor de cabeza, del pastoso cemento que es mi saliva, sé que lo que me está diciendo Mireia es en verdad muy importante.
- ¡Puede ser tu primer gran éxito! -me grita-. He estado toda la mañana hablando con ellos. ¡Toda la mañana, Jon! Eso no lo hacen muy a menudo, créeme, te lo puedo asegurar. Sí, de verdad, he estado toda la mañana en el despacho del señor Milar, concretando detalles y todas esas cosas. Se les veía muy contentos con tus canciones, nada que ver con la otra vez, cuando les presenté tu primer trabajo. Ahora sí que parecían creer de verdad en el proyecto.
Asiento, me revuelvo en la cama, miro a mi izquierda y veo un paquete de cigarrillos. Hago un esfuerzo y cojo uno. No encuentro el mechero. Me quedo con el cigarrillo en los labios y busco al otro lado, en la cama, a mi derecha.
- Podemos sacar mucho provecho de esto, Jon, ya lo verás.
En ese instante descubro a una chica durmiendo en la cama, junto a mí. No le veo la cara, sólo su espalda desnuda, su nuca y el largo pelo rubio que cae sobre la almohada. La chica duerme tranquilamente. Ni rastro del mechero.
- Ahora lo importante es aprovechar el momento -sigue diciéndome Mireia por teléfono-. Lo que no podemos hacer es desaprovechar esta oportunidad, eso tienes que tenerlo claro. Los ánimos de los productores cambian tan rápido como el viento.
La chica de mi derecha parece bastante atractiva, aunque soy incapaz de recordar su rostro, ni uno solo de sus rasgos. Tampoco me preocupa demasiado y, tras dedicarle una última mirada, vuelvo a apoyar la espalda en la pared y otra vez exploro visualmente la mesilla en busca de un mechero.
- No es la primera vez que uno de estos productores cambia de opinión de un día para otro. No sabes tú cómo son. En una ocasión tenía un grupo de rock que les encantó en la primera presentación. Pero en la segunda, cuando ya íbamos a firmar el contrato, empezaron a decir que eran demasiado comerciales, monótonos, que no tenían personalidad. Casi nos echaron a patadas del despacho, muy finamente, eso sí, pero a patadas. Una semana después me enteré que justo ese día habían encontrado un grupo nuevo, muy potente. ¿Sabes quiénes eran? -pregunta, pero no me da tiempo ni a pensar una respuesta, cosa que tampoco hago, la verdad-. Pues eran los Juventud Agónica, supongo que te sonarán.
- Sí, claro -asiento, y entonces me acuerdo del cigarrillo que aún cuelga de mis labios, sin encender. Lo cojo y lo dejo sobre la mesilla.
- Este es nuestro momento, nuestra gran oportunidad, Jon, de verdad. Sólo te he llamado para darte la buena noticia, para que te vayas preparando. Ahora tengo que hacer unas cuantas llamadas, resolver unos asuntos, pero te vuelvo a llamar dentro de un rato y te lo explico todo mejor. ¿Me has entendido? Te llamo en media hora, o en una hora, y volvemos a hablar. - vuelve a reírse-. ¡No te lo vas a creer! ¡Es tu gran oportunidad! -dice, tan animada que dudo de si es mi gran oportunidad o la suya.
Acabamos de hablar. Cuelgo el teléfono y me quedo quieto, la espalda apoyada en la pared, la vista fija al frente en la cristalera que lleva a la terraza de mi ático. La chica que hay durmiendo a mi lado gime en sueños. Miro el ventanal. El atardecer se ha extendido por la terraza, tiñendo de dorado las plantas y flores que abarrotan los jarrones. Todo aparece en calma, quieto, ni siquiera un soplo de aire.
Dejo de mirar la terraza, echo un vistazo a la chica. Sigue durmiendo profundamente, su espalda encorvada, los hombros alzándose con cada respiración. Decido ponerme en pie. Camino por la habitación sin hacer ruido. Miro en un sitio y otro, pero no encuentro mis calzoncillos y no tengo ni la menor idea de donde los dejé al llegar a casa, anoche. Tampoco recuerdo mucho de lo que sucedió antes de que me deshiciera de los calzoncillos. No recuerdo la fiesta a la que fui, la gran fiesta de presentación de una nueva revista de moda. No sé que hice durante toda la fiesta, no consigo acordarme de con quién estuve. La noche de ayer no existe, como si un gran agujero negro se hubiese abierto en mi memoria, en mi cerebro, y hubiese absorbido todos los recuerdos, las imágenes, los sonidos. De la noche de ayer no queda nada.
Rebusco por la habitación, no encuentro ni los calzoncillos ni el pijama ni el pantalón, así que acabo abriendo el armario y cogiendo unos pantalones deportivos cortos, azul marino. Mi cintura no da para tanto pantalón y la costura se desliza hasta topar con el borde de mis caderas. Mi barriga parece vacía, sin nada dentro, sin estómago, sin vísceras, sin comida. Tampoco recuerdo si ayer cené alguna cosa o no.
Hace calor en el dormitorio. Salgo al comedor. Es una gran estancia abierta, la cocina al fondo, el salón al otro, la cristalera que da a la terraza ocupando toda la pared entre ambos.
A través del cristal descubro a Julia, sentada afuera en una de las sillas de mimbre de la terraza. Ella también me mira, fumando un cigarrillo con gesto serio. Da una calada sin alterar un ápice su dura expresión, la cual no presagia nada bueno.
Camino hasta la puerta de cristal y paso a la terraza. Julia me sigue con la mirada, dando otra calada. Está muy guapa con los dorados rayos del atardecer cayendo sobre su cabello oscuro. Su rostro permanece envuelto en sombras, sólo sus ojos castaños, grandes, felinos, iluminan sus facciones. Va vestida con un pantalón rojo, muy brillante, y una camisa blanca. Julia es mi novia, o algo parecido, yo la quiero y creo que ella me quiere a mí. Nos conocemos desde hace más años de los que puedo recordar. Desde el instituto, cuando yo era un mal estudiante que se pasaba el día soñando despierto y ella era una aplicada alumna con media de sobresaliente.
- ¿Cuántos años tiene la putita esa? -me suelta como saludo en cuanto llego a su lado. Pensaba inclinarme y besarla en la mejilla. Sus palabras, frías y cortantes como el puñal de un asesino, hacen que me detenga a medio gesto. Me quedo de pie, delante de su silla de mimbre.
- Oh, la has visto -digo y me vuelvo brevemente hacia la cristalera y miro el interior de la casa, quedándome mirando como un idiota la puerta que conduce al dormitorio.
- Pues claro que la he visto -dice ella y arroja la colilla al suelo y deja que el cigarrillo acabe de consumirse sobre las baldosas de piedra-. No soy tan estúpida como te crees -sigue diciendo-. Nadie es tan estúpido. ¿Qué te pensabas? ¿Acaso creías que no vi el numerito que tú y la putita montasteis en medio de la pista de baile? Por favor. -esboza una mueca de asco y se gira y saca otro cigarrillo del bolso-. Fue patético, asqueroso, lo más cutre que he visto en mi vida. -enciende el cigarrillo y da un par de caladas sin despegar su despreciativa mirada de mí.
Tardo unos segundos en responder. Trato de pensar una excusa, una disculpa, algo coherente. Mi cerebro no está por la labor y sólo puedo murmurar palabras inconexas.
- Verás, lo siento, es que, la bebida, y la mierda que me pasó Luís, pues, no sé, todo fue muy extraño.
- Oh, vamos, cállate -corta ella-. No quiero ni oírte. En realidad no sé ni que estoy haciendo aquí, por que pierdo el tiempo hablando contigo. Estoy cansada de ti, muy cansada-. Hace una pausa, da una calada, expulsa el humo-. Eres patético -dice sin dejar de mirarme.
- Lo siento, Julia, de verdad. -mi cerebro se recompone lo suficiente para articular unas cuantas palabras seguidas-. Siento lo de anoche, no sé que me pasó. Supongo que bebí demasiado y que no pude evitar ponerme a hacer tonterías.
La respuesta de ella llega como un aluvión.
- Ya no eres un niño, ya no tienes veinte años. Si quieres seguir emborrachándote y haciendo el imbécil y liándote con niñitas monas y follándotelas y creyendo que eso es lo mejor que puedes hacer, pues adelante, disfruta de tu popularidad, disfruta de la fama, disfruta de tu éxito. ¿No es eso lo que siempre has querido? ¿Éxito en la música, éxito con las chicas, éxito con la gente, éxito en la vida? Perfecto, ya empiezas a lograrlo, ya estás rozando la cima. Disfruta, pásatelo bien, pero a mí déjame en paz. -hace una pausa muy breve antes de terminar-.Olvídame y, por favor, no vuelvas a llamarme. -tira el segundo cigarrillo al suelo y se pone en pie, dispuesta a irse.
- Espera, Julia, espera -trato de retenerla-. Por favor, no te vayas, déjame que te lo explique todo. -me interpongo en su camino, cogiéndola por los hombros. La miro directamente a los ojos. Me cuesta un horror sostener su mirada, severa y llena de desprecio-. Julia, soy un idiota, tienes razón, soy un gilipollas, un imbécil. Pero no te vayas, por favor.
Ella tarda un segundo en responder:
- Vamos, Jon, no lo estropees aún más. Ya fue asqueroso verte anoche como para que ahora hagas aún más el ridículo. Me voy, empieza a aceptarlo -dice y me aparta a un lado y cruza la terraza y entra en la casa.
La sigo dentro, como un niño llorando detrás de su madre. Tropiezo con el borde de la puerta y caigo torpemente al suelo, de rodillas. Soy un estúpido. Ella abre la puerta.
- Julia, no te vayas. ¡Julia! -la llamo.
Tardo unos segundos en lograr ponerme en pie. Cuando por fin lo logro ella ya ha salido del apartamento y cerrado de un portazo.
Me quedo plantado en medio de la sala, la cocina a un lado, el comedor al otro, la cálida brisa estival entrando por la puerta de la terraza. Miro la puerta de entrada, la puerta por la que ella se ha ido, y casi espero que ella vuelva, reaparezca, y corra a abrazarme y a besarme y...
La puerta no se abre y yo dejo de mirarla al cabo de un minuto.
- Hola.
Alguien habla a mi espalda. Me doy la vuelta y me encuentro con una completa desconocida. Hay una chica apoyada en la puerta de mi dormitorio, totalmente desnuda a excepción de unas finas bragas negras. Es una chica muy guapa, alta, delgada, el cabello rubio, largo y sedoso. Su piel es muy clara, sus ojos azules me miran con un brillo divertido. Por su cara no puede tener más de dieciséis años, aunque expone su desnudez con una naturalidad y una seguridad que chocan para su juventud.
- Hola -vuelve a repetir ella con voz dulce y melosa-. Ojala que todo esto no sea por culpa mía.
Esperaba que al ver su cara recordaría algo de lo sucedido anoche. No es así. Me da la impresión de que no había visto a esta chica en toda mi vida.
- Si quieres me voy ahora mismo -dice ella y no deja de sonreír y sus ojos brillan como si estuviese viendo algo muy gracioso-. Lo último que quiero es crearte problemas.
- No, tranquila, esto no tiene nada que ver contigo -le digo, sin poder evitar volverme hacia la puerta y comprobar que sigue cerrada, que Julia no ha vuelto.
- ¿Era tu mujer? -pregunta la chica de las bragas negras.
- No, no es mi mujer -respondo y dejo de mirar la puerta y camino hasta la cocina-. Es mi novia, o al menos lo era hasta ayer -abro la nevera y cojo una botella de agua-. Lo era hasta anoche -rectifico y doy un largo trago.
- Vaya, lo siento. Yo no quería que te pasase nada malo. -la chica deja la puerta y se acerca hasta mi lado-. Estoy sedienta, ¿sabes? ¿Me das un poco de agua? -pide y posa su mano sobre mi hombro izquierdo. Le tiendo la botella, ella da un sorbo y me la devuelve.
- Gracias. -su mano no se aparta de mi hombro.
La miro, ella me mira. Sus ojos son preciosos, toda ella es preciosa, perfecta, tan bella como el sol del atardecer sobre los edificios de la ciudad.
Su mano sigue acariciando mi hombro, entonces se desliza con suavidad a mi cuello. Sus dedos rozan mi piel como una bufanda de seda. Siento un escalofrío.
- No te preocupes, tú no tienes ninguna culpa -le digo y me vuelvo hacia ella y paso mis manos alrededor de su cintura-. Todo es culpa mía. -le doy un beso en el cuello. Ella se echa hacia atrás y se apoya en el mueble de la cocina. Nos apretamos. Mis manos recorren su espalda, noto cada una de sus frágiles vértebras, siento el cándido tacto de su culo, siento como ella me besa la frente, luego la mejilla, luego los labios.
- Oh, Jon -murmura ella.
Yo le bajo las bragas con una mano mientras la otra busca entre sus piernas.
- Oh, sí, Jon.
Ella me baja también los pantalones.
No pienso en que Julia se ha ido, ni en que puede que no vuelva, ni que soy un jodido imbécil, ni que no quiero perderla, ni que no quiero perderla porque entonces el que acabará perdido soy yo, y no pienso en ella y no pienso en ella. La resaca sigue dándole vueltas a mi cabeza, y siento un mareo, y tengo una arcada. Pero a pesar de todo, mi polla se pone tiesa como la de un cerdo demasiado estúpido como para notar que la mano que le acaricia no es otra que la de un gordo criador de ganado.
Entonces follamos. La chica grita. Yo gruño. Y para mí, es la primera vez que estoy con esta chica a la que no había visto nunca.

Vuelvo a la cama, después de tomar una larga ducha. La chica se está vistiendo, sentada a mi lado, y me mira mientras se calza unas sandalias rojas.
- ¿Ya te vas? -le pregunto, aliviado por no tener que hacer ningún numerito para echarla de casa.
- Sí, es muy tarde -dice ella-. Tengo que volver, mi compañera de apartamento estará preocupada. -acaba de calzarse y se pone en pie-. En fin, me voy. -me mira y vuelve a sonreír.
- Oh, vaya -digo, aunque pienso, oh, bien.
- Ya nos veremos, si quieres, ¿vale?
- Claro, ya nos veremos.
Ella me lanza una última mirada divertida y se da la vuelta y sale de la habitación. Un segundo después oigo la puerta cerrarse. La segunda mujer que se va esta tarde. Hoy todo el mundo parece deseoso de irse de aquí.
Me quedo tumbado en la cama, tan cansado como si un trailer de diez mil toneladas me hubiese pasado por encima una veintena de veces. Cierro los ojos y al momento veo a Julia, su rostro.
Ella me mira y frunce el ceño con enfado.
Abro los ojos. Lo último que necesito es ponerme a pensar en ella. No, no quiero pensar en ella. Debo reducirla a un punto inexistente dentro de mi cerebro, hacer de ella un recuerdo sin importancia. Si me esfuerzo puedo hacerla desaparecer.
Ella, tumbada a mi lado en la cama, su mano acariciándome la frente, sus labios, el olor de su cabello, húmedo después de una ducha, tan fragante como campos de flores recién regados.
No, no quiero pensar en ella. No quiero.
La espalda de ella, un segundo antes de que la puerta se cierre, un segundo antes de irse.
Entonces suena el teléfono, como acudiendo en mi ayuda. La imagen de Julia es borrada de mi pensamiento. Me doy la vuelta en la cama y veo como el teléfono vuelve a sonar. Me pregunto si será ella.
- ¿Si?
- Jon, soy Mireia, tengo más noticias.
Definitivamente, hoy no tengo suerte.
Murmuro algo. Mi agente no me oye y se pone a hablar a toda prisa, soltando las palabras como un torrente:
- Ya está casi todo cerrado. He hablado con la compañía, otra vez, esta tarde, y hemos empezado a redactar las condiciones del nuevo contrato. ¡Son unas condiciones muy buenas, Jon! ¡Esta vez sí que te van a ofrecer un buen contrato, casi de un número uno! Incluso hemos empezado a hablar sobre la promoción y todo eran buenas intenciones. Si todo funciona bien, la compañía montará una gira por todo el país y por Sudamérica. ¡Va a ser un éxito, Jon, un auténtico éxito!
Su voz suena aguda y chirriante a través de la línea telefónica.
- Éxito -repite ella.
Me dejo caer en la cama, el auricular en la oreja, Mireia gritando emocionada.
- Hemos de ponernos a trabajar enseguida, no podemos perder esta oportunidad, hay que presentarles algo serio cuanto antes. ¿Qué más tienes grabado? Dime ¿tienes alguna de las canciones ya acabada?
- Bueno, no todavía, faltan algunos arreglos -respondo con desgana. Estoy nervioso, Mireia está nerviosa, todo son nervios, pero aún así siento como si todo esto no fuese real, como si no estuviese sucediendo, como si no me importase en absoluto aunque puede que sea el momento más importante de mi vida. Bostezo, estoy cansado, tengo sueño. Es el momento más importante de mi vida y yo tengo sueño.
Mireia ha seguido hablando, sin parar, no he oído lo que ha dicho. Reengancho sus palabras:
- El lunes tenemos una reunión. Para ese día hay que llevarles algo nuevo, alguna de las canciones ya acabada y pulida, algo que les deje con la boca abierta. El lunes hay que hacerles una propuesta seria, con cara y ojos. ¿Qué me dices, te ves con fuerzas para trabajar duro todo el fin de semana?
- Sí, tengo muchas ganas de ponerme a trabajar -asiento.
De esta forma, quizás, no piense en ella.
- Bien, Jon, lo vamos a conseguir, pero tienes que hacerlo muy bien. Lo que les llevemos el lunes ha de ser espectacular, algo nuevo, eso que sólo tú puedes hacer. Has de demostrarles que eres el mejor, que eres un genio, que no se equivocan confiando en ti.
Aquí estoy, hablando con mi agente, decidiendo mi futuro profesional. Aquí estoy, y no pienso en ella.
- Mañana quiero que te encierres en tu estudio y te pongas a trabajar a lo bestia. Todo el fin de semana, sin parar, hasta que no tengas alguna de las canciones completamente acabada. Has de hacerlo, Jon, has de tomártelo en serio.
Sigo tumbado, el auricular apoyado en el hombro, la espalda recostada en la pared. Sólo hay silencio y mi agente no deja de hablar.

lunes, 28 de abril de 2008

OJOS MUERTOS


La discoteca es un antiguo edificio de ladrillo, la fachada principal pintada de blanco y las laterales de rojo. No hay ventanas. La entrada es una enorme puerta doble de metal negro y opaco. Sobre ella, alumbrado por una hilera de focos cegadores, se lee un cartel con el nombre del local: EJE RADIKAL. La música retumba desde el interior, haciendo temblar las paredes, la melodía reducida a un ritmo infernal. En la cola, esperando para entrar, hay una treintena de veinteañeros, todos borrachos o pasados, o simulando ir borrachos o pasados.
Aquí trabajo yo.
Ante la puerta, plantado con los brazos en jarras, me ocupo de que no haya problemas. Yo controlo la entrada, decido quien merece pasar y quien no, soy como el filtro que retiene los posos, la escoria, los elementos indeseables.
Robe, otro de los vigilantes, deja pasar a un grupo de chicas. Ellas entran sin dejar de reír y cuchichear. Ninguna de ellas llega a los diecisiete años pero eso no importa. Son guapas, vestidas con minifaldas ajustadas y camisetas de tirantes. Las chicas me miran y vuelven a reírse. Una de ellas dice que nunca había visto alguien tan grande. Una de sus amigas pestañea como si no me viera, sus ojos maquillados de un fuerte tono azul, después sonríe durante un segundo antes de desaparecer en el interior. Yo permanezco guardando la puerta, los brazos cruzados sobre el pecho. La ajustada camiseta blanca hace que mis músculos parezcan más grandes. Desde detrás de mis gafas de sol veo como un chico avanza para entrar detrás del grupo de chicas. Es bajito, casi un enano, con el pelo rubio largo y enmarañado. Va vestido con unos pantalones tejanos desteñidos y una camiseta verde y blanca. Su pelo lacio no me gusta. Casi parece una chica.
Alzo una mano y la interpongo en su camino, impidiéndole avanzar.
- Tú no pasas -le digo.
Los ojos del chico se abren sorprendidos, paralizado ante la puerta. Sin apartar mi mano de su camino, hago un gesto con la cabeza para que se eche a un lado.
- Vamos, hombre. Déjame pasar -pide y muestra sus manos vacías.
- Fuera -repito y paso a mirar a las dos chicas que esperan tras él. Son dos rubias, jovencitas y delgadas-. Vosotras, podéis entrar -les indico y hago un gesto con la mano para que entren.
Las dos chicas pasan junto al hippie rubio y entran en la discoteca. La puerta se abre y la música atruena durante unos segundos, luego las planchas de metal se cierran de nuevo y ahogan el estridente sonido.
- Venga, joder -se queja el chico rubio y me mira con ojos enrojecidos por la bebida-. Mis amigos están dentro, me están esperando. Vamos, enróllate y déjame entrar.
No respondo, pero le aparto con el brazo para dejar paso a un grupo que se interna en la oscuridad de la puerta.
- Hostia puta -el hippie se exalta y avanza un par de pasos-. Venga, coño, mis amigos me están esperando dentro.
Le detengo agarrándole de la garganta. Mi mano se cierra como una garra sobre su cuello. Aprieto, obligándole a retroceder. Los ojos del chico se agrandan, asustados, su boca se abre por la sorpresa.
- ¡Te he dicho que te pierdas! -le ladro al oído y lo empujo hacia atrás, sin apenas fuerza, pero aún así el chico retrocede torpemente y tropieza. La gente se aparta y él cae de espaldas sobre la acera. El chico se queda sentado en el suelo, nadie le ayuda.
Este es mi trabajo. Soy bueno haciendo mi trabajo.
La cola de clientes avanza y una pareja son los siguientes en entrar. Robe detiene a los que vienen detrás. Hay alguna queja. Robe dice que hay que esperar, que el local está lleno. Los dos permanecemos delante de la cerrada puerta, como guardianes del paraíso. La música resuena desde el interior como los truenos de una lejana tormenta.
Alguien trata de abrirse camino entre la gente que hace cola. Miro hacia allí y veo a un hombre que levanta el brazo y me saluda.
- ¡Eh, Edu! -me llama. Es un hombre mayor, casi cuarenta, de pelo oscuro y engominado-. ¡Edu, soy yo, Carlos! -vuelve a gritarme sin dejar de agitar la mano-. ¿Cómo va todo, tío? -dice y consigue avanzar un par de puestos más.
Su cara me es familiar.
- Edu, amigo -el hombre alcanza el principio de la cola. Los otros clientes protestan, pero él no les hace caso y llega hasta mi lado-. Edu, tío, me alegro mucho de verte.
Él sonríe y su boca se abre en una ristra de dientes blancos. A su lado, cogiéndola de la cintura, hay una chica muy joven, alta y delgada y con una ajustadísima camiseta roja que remarca sus grandes tetas.
Cuesta apartar la mirada de las tetas de la chica.
- Edu, tío, ¿podemos pasar? -pregunta el hombre apoyando una mano en mi hombro.
Logro apartar la atención de las tetas y vuelvo a mirarle. El hombre sigue sonriendo, seguro, confiado.
- Claro, pasad. -les abro la puerta.
- Gracias, amigo. -tras darme una palmadita en la espalda, guía a su acompañante al interior.
Los chicos que aguardaban en los primeros puestos de la cola se quejan. Cierro la puerta. Un chaval de pelo rubio paja protesta, diciendo que llevan esperando casi media hora. Robe y yo no nos movemos de nuestros puestos, los brazos cruzados sobre el pecho, el gesto serio.
Otro grupo de chicos. Uno enseña una gran sonrisa y un billete de cinco mil. Es un chico de veintipocos, el pelo muy corto, la nariz muy grande. Va vestido con unos pantalones de pinzas y una camisa blanca.
- Hola, ¿podemos pasar? -pregunta, esforzándose en ser amable-. Estoy con unos amigos y queremos...
- Fuera -le corto, apartándolo a un lado.
No me gusta su cara. Dan ganas de aplastar esa nariz de un puñetazo.
- ¿Cómo, no podemos entrar? -se queda, aturdido, con el billete aún en la mano.
Robe aparece a mi lado y obliga a los tres chicos a retroceder.
- ¿No habéis oído? -les dice echándolos fuera de la cola-. No podéis entrar aquí. No podéis entrar. Largo, fuera, ya os estáis yendo de aquí.
Más chicos, más chicas. Todos aguardan su turno. Sólo se escucha alguna velada queja. Nadie se atreve a protestar más. Las chicas sonríen y dan las gracias cuando las dejamos entrar. Los chicos nos saludan con un gesto de cabeza y se apresuran tras ellas. La música, la oscuridad, la diversión espera dentro.
Yo me ocupo de que lo pasen bien. Ese es mi trabajo. Vigilo la puerta, evitando que entren los indeseables o los desgraciados o los inmigrantes o los pobretones. Yo hago que la discoteca sea un lugar seguro, donde los clientes lo pasen bien, sin camellos marroquíes que les molesten o macarras que busquen pelea.
Hago esperar diez minutos antes de dejar entrar a los siguientes afortunados.
Entonces alguien sale por la puerta. Es José, el vigilante de la zona VIP.
- ¿Va todo bien por aquí? - pregunta echando un rápido vistazo a las cuarenta personas que esperan en la cola. Es un tío grande, buenos bíceps, pero más bajo que yo, apenas un metro ochenta.
- Todo bien. -me vuelvo hacia los tres chicos que esperan su turno-. Un momento -les digo alzando la mano para retenerles.
José se coloca a mi lado, saluda a Robe y vuelve a hablarme, esta vez al oído.
- Edu, sube arriba. El jefe quiere verte. -señala el interior de la discoteca.
- ¿Ahora? -pregunto, confundido.
- Sí, ahora -dice él y, dando un paso adelante, ocupa mi lugar ante la gente que espera.
Dejo la puerta, entro en la discoteca, saludo a las dos chicas de la caja y me interno por el pasadizo que lleva a la pista principal. Cientos de personas bailan enloquecidas, la música resuena en el techo, la luz azulada de los focos recorre a toda velocidad la sala. Parpadeos, destellos, relámpagos. La gente alza los brazos y grita. El mecánico ritmo se acelera. Cegadores flashes parpadean. Oscuridad, claridad, oscuridad, claridad.
Me abro camino a empujones y subo las estrechas escaleras que llevan a la sala VIP. Hay chicos sentados en los escalones. Paso junto a ellos y llego a la balconada que rodea la pista. Hay más chicos aquí, apoyados en la barra y observando el mar de gente que baila abajo. Cruzo hasta el pasillo que se abre en la pared del fondo. Saludo a otros dos guardias de seguridad y paso dentro.
Aprovecho para sacar un cigarrillo. Dando una calada, recorro el corto pasillo hasta la zona VIP, una sala alargada con sofás y mesas. Grupos de personas charlan y beben champán. Camareras particulares atienden cada una de las mesas. La música está muy alta, pero no tanto como en la sala principal. Busco entre las mesas. Veo a muchas chicas rubias, modelos casi todas, también hay muchos hombres de negocios, vestidos con los trajes oscuros, pero sin la corbata, el cuello de las camisas aflojado. Tardo unos segundos en reconocer a Jim en una mesa del fondo.
Jim es mi jefe.
Es un hombre de pelo canoso, cuarenta años, ojos azules, inglés. Está sentado en un sofá con tres chicas y un par de amigos. Hay una cubitera encima de la mesa con una botella de Vodka bañándose en hielo. Las chicas son muy guapas, todas rubias, y sonríen y beben pequeños sorbitos de sus copas. Jim se echa hacia atrás en el sofá y se ríe a carcajadas. Uno de sus amigos dice algo y él vuelve a reírse, de forma aún más exagerada.
- ¡No me lo puedo creer! -está gritando mi jefe cuando llego a su mesa-. ¡Ese tío es completamente imbécil!
Me quedo de pie al lado del sofá, las manos cruzadas a la espalda, el cigarrillo en una de ellas. Por fin deja de reírse y me ve.
- ¡Hola, Edu! -me saluda sin deshacer del todo su sonrisa-. Contigo quería yo hablar. -se gira hacia sus amigos-. Ahora vuelvo -se levanta y camina hacia la barra que hay a un lado de la sala. Le sigo y nos sentamos en los taburetes. Al instante aparece una de las camareras y le pregunta a Jim si quiere algo. Jim niega con la cabeza y le hace un gesto para que se vaya.
- Edu, hemos tenido algún problema -me dice, sin mirarme, sus ojos vagando por la concurrida sala-. Nada serio, no te preocupes -añade, mirándome durante un destello.
No estoy preocupado. Tan sólo algo nervioso. Pocas veces había hablado a solas con el jefe.
Mi mano izquierda juguetea con las monedas que tengo dentro del bolsillo del pantalón. Mi mano derecha sostiene el cigarrillo.
- Hemos recibido un aviso de la policía -sigue Jim-. Un par de detectives vinieron el otro día a mi despacho y empezaron a hacerme preguntas sobre el negocio y sobre los guardias de la puerta. Al parecer alguien ha puesto una denuncia contra nosotros. Se trata de una denuncia por agresión, hay un tiparraco que dice que fue apaleado a las puertas de nuestra discoteca. -Jim acaba de hablar y deja de observar la sala para centrarse en mí-. ¿Sabes algo al respecto? -pregunta, mirándome fijamente, casi como si quisieran ver mi interior. Doy una calada de mi cigarrillo antes de responder.
- No, señor, no sé nada.
Jim se queda mirándome un buen rato, examinándome, antes de volver a decir algo.
- Está bien, Edu-dice al fin-. No te estoy acusando de nada. Sé cómo trabajáis y siempre he aprobado vuestros métodos. Sólo quiero que a partir de ahora vayáis con un poco más de cuidado. ¿Me entiendes?
Asiento con la cabeza.
- Si alguien se pasa o monta jaleo, dadle su merecido -sigue él-. Pero hay que ser discretos. Nada de hacer una escena a las puertas de la discoteca. No me importa lo que hagáis, pero nada de líos delante de la puerta. ¿Entendido? -vuelve a preguntar, clavándome otra mirada de advertencia.
Asiento de nuevo y apuro el cigarrillo.
- De acuerdo, Edu-asiente Jim, levantándose del taburete-. He hablado con Robe y José y los otros porteros y sé que tendréis más cuidado de ahora en adelante. -empieza a alejarse hacia la mesa de sus amigos-. Sólo quería asegurarme que tendréis cuidado y de que no haréis nada que nos pueda dar problemas. -dicho esto se vuelve y regresa al sofá, junto a las chicas rubias y a sus dos amigos. Al momento los seis ya están riéndose otra vez.
Aplasto el cigarrillo en el cenicero, me pongo en pie y cruzo la sala VIP. Los clientes siguen hablando, riéndose, bailando. Salgo por el pasillo y me encuentro con la multitud que abarrota la sala principal. La música sigue su ritmo infernal, sumiendo a la gente en un baile enloquecido. Bajo las escaleras hasta la puerta, regreso a mi puesto.
Son las cuatro de la madrugada. Ya no hay clientes esperando entrar. Robe está apoyado en la pared y charla con una chica pelirroja. Me quedo en la puerta, viendo pasar unos pocos coches por la avenida. Los faros cruzan la calle y se alejan con rapidez. Los altos edificios duermen, centenares de ventanas sumidas en la oscuridad. El aire es caliente, sofocante, el cielo negro sin estrellas. Todo se mantiene en una densa calma. Paso una mano por la frente y descubro que está empapada. Es septiembre.

A las seis, las luces amarillas de la discoteca se encienden. La música cesa y la gente sale lentamente por la puerta y se dispersa por la calle. Desde el piso de arriba, vamos barriendo hacia afuera a todos los clientes. Chicos con los ojos rojos como ascuas, varias parejas besándose de forma frenética, dos chicas dormidas en uno de los sofás, un par de ejecutivos llevándose a dos niñas completamente borrachas, agarrándolas por la cintura y besándoles el cuello y arrastrándolas hacia la calle. Robe, José, yo y los otros cuatro guardias de seguridad nos ocupamos de echarlos a todos. Tardamos veinte minutos en vaciar la discoteca. La enorme sala queda desierta, el suelo cubierto de una alfombra de vasos y papeles.
Jim baja las escaleras acompañado de una impresionante rubia de piernas eternas, que se ríe de forma beoda y se abraza a su cuello. Jim nos despide con la mano y dice que podemos irnos, que él y José se encargan de cerrar.
Salimos fuera, bajamos la reja que cubre la entrada principal. El sol ya ha aparecido y su luz dorada cubre los viejos edificios. Varios de los porteros se despiden y se marchan. Robe besa a la chica pelirroja y me pregunta si quiero ir con ellos a un after del eixample.
- No, hoy no -respondo-. Estoy cansado
- Vaya, tú te lo pierdes -dice y está claro que le importa un carajo si voy con ellos o no-. Nos vemos. ¿Trabajas mañana? -me pregunta mientras se aleja con la chica.
- No, mañana no trabajo.
- Yo sí -asiente, tras meditarlo durante un segundo-. Bueno, tengo que irme. Que vaya bien -vuelve a despedirse, subiéndose a su coche.
Emprendo el camino de regreso a casa. El coche de robe arranca y ruge con potencia, saliendo a toda velocidad, y el sonido de su motor se pierde en la distancia.
Camino con prisa de vuelta a casa. Tras recorrer un centenar de metros, dejo la avenida para continuar por una estrecha callejuela. Los coches aparcados se amontonan en las aceras, los contenedores rebosan de basura, las fachadas de los edificios presentan infinidad de manchas de humedad y mugre. No me encuentro con ni una persona hasta llegar a mi casa.
Se trata de un edificio estrecho y alto, de piedra gris y balcones corroídos por la herrumbre. Las grietas recorren la fachada, salpicada de manchas oscuras como cardenales. Muchas ventanas no tienen cristales, con cartones y plásticos que cubren los huecos.
Aquí vivo yo.
El portal es una puerta de madera hinchada por la humedad. Introduzco la llave y empujo con fuerza. Los goznes protestan con un chirrido al abrirse. Las escaleras están sumidas en penumbra, el polvo flota invisible en el aire, el ambiente es denso, un centenar de fuertes olores todos mezclados.

Un ligero temblor sacudió la casa al cerrarse la puerta. Edu dejó su chaqueta de cuero en el desvencijado colgador y vació sus bolsillos sobre la mesilla que ocupaba gran parte del recibidor. Las llaves, la cartera, monedas, un paquete de tabaco, mechero, una navaja. El hombre dejó que los objetos se desparramaran por la mesa. La luz del amanecer se filtraba en afilados rayos a través de las bajadas persianas y rompía la negrura que dominaba la casa. Edu entró en la pequeña cocina. Los muebles lucían una gruesa capa de suciedad, los platos y vasos se apilaban en el fregadero, dos bolsas de basura repletas a reventar esperaban apoyadas en la pared del fondo. Un fuerte olor a aceite, tabaco y pescado en mal estado impregnaba el ambiente. Buscó en la nevera, prácticamente vacía y encontró una cerveza de lata. La abrió y dio un buen trago.
Era un hombre enorme, de casi dos metros de altura y cien quilos de peso. Su cráneo rapado remarcaba la cuadrada estructura de su cabeza; la mandíbula acerada, los pómulos cortados a hachazos, los diminutos ojos hundidos bajo las cejas espesas. Sus facciones delataban que ya había pasado los treinta años. La barba de tres días ensombrecía su rostro, adornado por un pequeño aro plateado que colgaba de su lóbulo izquierdo. Completaba el cuadro una gruesa cicatriz que cruzaba su mejilla derecha y rozaba su ojo.
Tras saciar su sed, con la lata aún en la mano, abandonó la cocina y cruzó el pasillo hasta el dormitorio principal. La puerta estaba cerrada, la llave asomando de la cerradura. Corrió el cerrojo y abrió. Era una habitación pequeña, prácticamente a oscuras, las contraventanas de madera cerradas, con la grisácea luz del pasillo proyectándose en un arco por la estancia. Había un armario, una mesa y una amplia cama. En la cama, tumbada de espaldas, yacía una chica.
- Hola, Clara -saludó Edu entrando en la habitación.
La chica, apenas una adolescente, descansaba apoyada en la pared, las arrugadas sábanas cubrían su cuerpo desnudo hasta la cintura, dejando al descubierto su cuerpecito de niña y sus pechos menudos. Era rubia, aunque su enmarañado cabello había perdido brillo y caía sobre sus mejillas en mechones gruesos. Su rostro era alargado, la barbilla fina y afilada, los labios estrechos, la nariz pequeña. Sus ojos azules resaltaban, grandes, muy abiertos, mirando fijamente a Edu. Los delgados brazos de la chica se apoyaban sobre la almohada, dos finas correas anudadas a sus muñecas la ataban a la cabecera de la cama. Su boca se entreabrió levemente pero ninguna palabra dejó sus labios.
Edu se sentó en la cama, al lado de la chica. Los oxidados muelles chirriaron bajo su peso. El hombre alargó una mano para acariciar la mejilla de la chica.
- Ya estoy aquí, amor mío -dijo Edu y, acariciando el cuello de la chica con la mano derecha, bebió con la otra de su cerveza-. Sé que no te gusta quedarte sola, pero tengo que ir a trabajar, tengo que ganar dinero, ganar dinero para nosotros dos, ganar dinero para que podamos seguir juntos.
La chica no respondió, sus ojos perdidos en algún punto de la oscura pared.
- Ahora estoy muy cansado -siguió hablando Edu-, pero luego te prepararé un buen desayuno, de los que te gustan. Bajaré al bar y compraré bollos y te haré zumo de naranja. -el hombre deslizó su mano por el pecho de la chica, sus dedos palparon con suavidad el seno derecho. Rozó el pezón y continuó bajando por las estrechas costillas, hasta el estómago.
La chica emitió un débil suspiro, pero su fría mirada no se apartó de la pared. La mano del hombre descendió por su vientre y se internó bajo la sábana, entre las piernas. Los ojos de la chica se abrieron un poco más pero su vacía expresión no varió un ápice.
- Cariño mío -le susurró al oído Edu a la vez que la besaba en el cuello. Mientras, su mano empezó a juguetear con el escaso bello púbico de la chica-. Cariño, cariño -repitió él sin dejar de besarla y tocarla. Ella se mantuvo inerte, sus ojos mirando el vacío como los de un pez muerto.

La televisión emite un reportaje especial. La voz de una mujer habla con voz átona mientras las imágenes se suceden: una foto de familia, un padre, una madre, una hija adolescente, barbacoa en el jardín, la misma niña con diez años soplando las velas de una tarta. La mujer sigue hablando. No le hago caso.
Clara era la envidia de sus amigas. Sus compañeros de clase afirmaban que es la más guapa de todo el instituto. Su pelo, rubio y rizado, caía por su espalda como una cascada dorada, balanceándose suavemente con cada uno de sus gráciles pasos. No era muy alta, pero su cuerpo delgado parecía haber sido moldeado por un escultor de la Grecia clásica. Aparte, era una chica simpática y dulce, buena estudiante y con una inteligencia muy superior a la media. Era la envidia de todas sus amigas.
Sus padres estaban muy orgullosos de su hija. Él, arquitecto, veía en la niña la mejor de sus obras. Ella, escritora, amaba a su hija por encima de cualquier otra cosa. Clara era la verdadera luz que iluminaba la bonita casa que tenían en una selecta urbanización de las afueras de Barcelona.
Hace apenas dos meses, a principios del mes de junio, Clara y sus amigas fueron a Barcelona para celebrar su decimoquinto cumpleaños. Se citaron por la tarde en la plaza de Cataluña para ir al cine a ver la última película de Julia Roberts. Luego fueron a cenar al Burguer King y acabaron en la Ovella Negra, un bar famoso por su sangría. Las amigas llenaban sin cesar los vasos y brindaban y hablaban sobre los exámenes, sobre los chicos del instituto y sobre los extranjeros que abarrotaban el bar.
Según afirman sus amigas, Clara apenas había probado el alcohol en toda su vida, pero aquella noche la sangría estaba muy fría, dulce y deliciosa, y la chica bebió algunos vasos.
Después, el grupo de amigas decidió bajar al barrio chino y continuar celebrando el cumpleaños. Caminaban por la calle, alegres, cantando y riéndose. Poco antes de llegar al siguiente bar, Clara se detuvo al encontrarse con Lucía y Pedro, un matrimonio amigo de sus padres. La chica insistió a sus amigas para que siguieran hasta el bar y la esperaran allí.
El matrimonio testificó ante la policía, asegurando que la joven estaba muy alegre y aparentaba ir algo borracha, pero tampoco le dieron mayor importancia. Hablaron con ella durante un par de minutos y Clara se despidió por la calle Escudellers en busca de sus amigas. Este matrimonio fueron las últimas personas que vieron a la chica antes de su desaparición.
Después de esperar durante dos horas en el bar, las amigas, muertas de preocupación, llamaron a la familia de Clara. La policía fue alertada pasadas las cuatro de la madrugada y varias patrullas peinaron las calles del barrio chino, aunque su búsqueda no dio ningún fruto.
Han pasado dos meses desde que Clara desapareció. En este tiempo las investigaciones no han aportado ningún dato nuevo.
Mientras tanto, en el colegio de la niña, los alumnos se manifiestan cada lunes durante diez minutos para exigir la aparición de su compañera. Todos los chicos se reúnen en silencio tras una pancarta en la que hay escrito “Clara, todos te queremos. Vuelve a casa”. La imagen se ha repetido cada lunes desde hace dos meses. A pesar de la muda protesta de sus compañeros, la niña sigue sin aparecer.

Clara y Edu estaban en el pequeño comedor, sentados en el sofá, viendo la televisión, ambos completamente desnudos. La pantalla del televisor era la única fuente de luz, sumiendo en claros y sombras toda la estancia, enmarcando los contornos de las dos figuras; el amplio torso de él, el bello del pecho como una mancha oscura, la silueta de ella, frágil, menuda. Su cabello rubio casi parecía blanco.
Hacía mucho calor en la habitación, el aire estancado, pesado. La única ventana tenía la persiana cerrada a cal y canto, ni un solo rayo de luz entraba por la persiana. Fuera era mediodía, pero bien podían ser las cuatro de la madrugada.
Edu miraba la televisión recostado cómodamente en el sofá, complacido, fumando un cigarrillo, su brazo apoyado sobre el respaldo, por encima de los hombros de Clara. Los ojos de ella también estaban fijos en la pantalla, muy abiertos, paralizados, sin siquiera llegar a pestañear. La chica tenía las piernas juntas, las rodillas tocándose, el tronco encorvado hacia adelante, los brazos cruzados sobre el pecho, aferrándose a su propio cuerpo, como si tuviese frío.
- Dale duro -dijo él con una sonrisa esbozada en los labios.
La televisión emitió una serie de chillidos agudos, luego varios golpes contundentes y secos.
- Húndele los dientes -volvió a animar él, dirigiéndose al televisor.
Clara permanecía inerte a su lado. Ni un solo parpadeo.
En la pantalla las imágenes se sucedían a toda velocidad, un episodio de Dragon Ball. Goku peleaba con Vegeta, los dos luciendo unos cuerpos inflados de músculos, totalmente cubiertos de heridas, cortes y sangre. Goku saltó quince metros y conectó un terrible rodillazo en la nuca de su oponente.
- Dale, dale -Edu lanzó una bocanada de humo.
En la televisión, Goku acorraló a Vegeta contra una pared y le hundió una serie de puñetazos en el estómago. Vegeta exhaló un litro de sangre.
- Mata a ese maricón -volvió a animar Edu a los personajes de dibujos animados, que siguieron gritando y golpeándose sin piedad.

El zumbido de la nevera es todo lo que se oye en la amplia y diáfana cocina. Los muebles blancos cubren las paredes blancas. Sobre las blancas baldosas, una mesa negra destaca en el centro de la estancia, cuatro taburetes a su alrededor, con un hombre sentado en del extremo. La nevera perpetúa su murmullo eléctrico. El hombre no parece escucharlo; encorvado sobre la mesa, la cabeza gacha, las manos cubriendo el rostro. No se mueve.
El resto de la casa también resta en un insondable silencio. El salón aparece desierto. El pasillo lleva a los dormitorios: el cuarto de invitados, el dormitorio de Clara, el dormitorio de matrimonio. Las habitaciones están sumidas en la semioscuridad a pesar de que apenas ha pasado el mediodía. Las persianas están bajadas y a través de ellas se cuela una imperceptible brisa que apenas mece las cortinas de seda. En el cuarto principal hay una figura tumbada en la cama de matrimonio. Es una mujer, vestida con camisón que se ha subido hasta casi sus caderas mostrando la blanca piel de sus muslos. El brazo derecho cubre los ojos y el izquierdo cae blandamente por el costado de la cama. Su piel brilla amarillenta por al sudor. El aire es caliente, emponzoñado, tan denso como el silencio.
El teléfono no suena. Hace días que no lo hace. Antes sonaba sin parar, a todas horas. Los días siguientes a la desaparición de Clara había estado sonando día y noche, su estridente timbre impidiendo descansar a los padres de la niña. Casi siempre los que llamaban eran periodistas; de radio, televisión, periódicos, agencias, todos querían lo mismo, entrevistarles, preguntarles por sus sentimientos, hacerles sufrir recordando a cada instante la inmensa incertidumbre que se cernía sobre el destino de su hija. Las voces de los periodistas eran amables, melosas, tratando de intimar con ellos, de conseguir su confianza, de conseguir una exclusiva.
También había llamado algún político, interesándose por su situación y dándoles ánimos para seguir luchando. Los políticos eran los más amables de todos, mucho más incluso que los periodistas. No paraban de repetir que todo iba a salir bien, que no se preocuparan, que su hija iba a volver con ellos. Luego aparecían en el telediario de las nueve, con gesto serio y mirada grave. La noticia decía que el presidente se había mostrado muy afectado por la tristeza de la familia.
El teléfono había sonado durante días enteros, su llamada estallando en la casa como un trueno. Eso había sido durante las dos semanas siguientes a la desaparición de Clara.
Ahora el teléfono ya no suena nunca.
El interés por la noticia había pasado, caducado. La nueva ola de violencia en el País Vasco atrae la atención en este momento. Tres atentados, cuatro muertos, decenas de heridos, cuatro manifestaciones, enfrentamientos con la policía, un centenar de detenidos. Clara ya no es importante.
De vez en cuando una pequeña nota, apenas un breve comentario, se cuela en el tiempo de los telediarios y recuerda que la niña sigue sin aparecer y que la policía sigue investigando. Entonces pasan rápidamente a las noticias deportivas y hablan sobre el inminente inicio del campeonato nacional de fútbol. Veinte mil millones de pesetas en fichajes. Un niño brasileño de dieciocho años convertido en ídolo. El niño habla con voz trémula y dice que intentará satisfacer a la afición que tanto le apoya. Esa es la noticia. Clara ya no lo es.
La casa permanece congelada en el silencio y la calma. El padre se quita las manos del rostro y sus ojos resecos y sin lágrimas miran la pared. El zumbido de la nevera parece ocupar toda la cocina. La madre permanece en la cama, el rostro oculto bajo el brazo. Si no fuese por la respiración de su pecho uno diría que ya está muerta.

La habitación oscura, el atardecer había llegado y la persiana continuaba bajada. La cama era apenas una sombra negra y difusa. La niña dormía desnuda en ella, las manos cruzadas sobre el pecho, las correas de la cama colgando del cabecero, desatadas. Acostado a su lado, Edu fumaba un cigarrillo, la lumbre de su pitillo brillando en la penumbra, las oscuras cuencas que eran sus ojos clavadas en la sucia pared de enfrente. El calor, húmedo, pegajoso, flotaba en el estancado aire, donde el humo del tabaco dibujaba formas fantasmales.
Edu miró su reloj. Faltaba una hora para entrar a trabajar. El hombre apagó el cigarrillo en el suelo y se volvió hacia la chica que dormía a su lado. La respiración de ella era lenta y calmada, la boca ligeramente abierta, apenas un suspiro. Edu la contempló durante un minuto. Entonces alargó una mano y acarició la suave mejilla.
- Duerme tranquila. Yo te protejo -susurró en un ronco murmullo y continuó acariciándola, apenas rozando la piel de ella, mientras seguía en voz baja-. Yo te protejo, tranquila, no puede pasarte nada. No tienes que estar asustada, nadie te hará daño, no mientras yo esté aquí...
Tras dedicarle una última mirada, Edu se incorporó y cruzó la habitación para salir al pasillo. Iba vestido únicamente con unos calzones largos, descoloridos y viejos, el resto de su cuerpo desnudo, los musculosos brazos bañados de humedad, el voluminoso pecho recubierto de la espesa capa de pelo negro.
Entró en la cocina. Varias moscas describían círculos en el aire. Edu trató de ahuyentarlas de un manotazo y se acercó al fregadero. Abrió el grifo y colocó la cabeza bajo el chorro de agua. Permaneció así varios minutos, luego cerró el grifo y dejo que las gotas resbalasen por su cuello y bañaran su torso.
Volvió al dormitorio. La chica seguía durmiendo plácidamente, como un ángel. Edu dejó de mirarla y buscó en el armario, desordenado y con ropa tirada por todas partes, algo que ponerse.
Justo entonces se oyó un chirrido de neumáticos en la calle de abajo. Edu se apartó del armario, extrañado, y se acercó a la ventana. Miró la calle a través de la persiana, espiando por una ranura: aparcados en la acera había dos coches de la policía, las luces azules del techo emitiendo intermitentes destellos, cuatro agentes uniformados salían apresuradamente de los vehículos en ese momento.
Edu se apartó bruscamente de la ventana. De pie en medio de la habitación, miró a su alrededor, como buscando la solución en las paredes o en la cama. Su respiración se aceleró al instante, su cráneo se cubrió de sudor.
No podían venir a por él, era imposible, pensó, resoplando como un buey y sin dejar de observar la habitación. Debía tratarse de una coincidencia. No podía ser que viniesen a buscarle. Simplemente era imposible.
Volvió a la ventana y espió la calle. Los coches seguían aparcados, abandonados, las luces azules dando vueltas y vueltas. Soltando una maldición, Edu corrió hasta la puerta del apartamento. Abrió la puerta silenciosamente, apenas un resquicio, y escuchó.
Fuertes pisadas subían a la carrera las escaleras, la madera de los escalones rechinando como protesta.
Edu cerró la puerta y regresó al dormitorio, junto a Clara. Los pasos llegaron ante su puerta. Un puño la aporreó con fuerza. Edu se encorvó sobre la figura durmiente de la cama, en paz, ajena a los golpes, a los ruidos, a lo que sucedía a su alrededor.
- ¡Policía, abran la puerta! -gritó una voz autoritaria en el pasillo de entrada.
Edu seguía paralizado, mirando a Clara. La niña emitió un débil gemido y sus párpados temblaron durante un segundo. Edu se agachó para poder besarla. Sus labios se posaron sobre la frente de la chica. La piel de ella estaba fría.
- ¡Policía! -volvió a ladrar la voz de afuera-. Venimos a buscar al señor Eduardo Rodrigo -explicó el hombre a gritos-. ¿Señor Rodrigo, está ahí dentro? Hay una denuncia contra usted por agresiones.
Edu no pareció reaccionar, se quedó de pie, mirando por última vez el bello rostro de la chica.
- ¡Abra la puerta!
Edu se apartó de la chica y, dándose da la vuelta, se dirigió hacia el pasillo, hacia la puerta. El puño golpeó de nuevo sobre la madera.
- Señor Rodrigo, abra o entraremos a la fuerza.

No dejaré que se la lleven. No dejaré que me la quiten.
- Preparados para entrar, señor -susurra una de las voces de afuera.
- A mi señal -responde otra.
Apoyo la espalda contra la pared, junto a la puerta. Cierro los puños con fuerza. Siento la sangre agolpándose en mis antebrazos, recorriendo mis venas como mercurio. El sudor empapa mi frente, el corazón martillea frenéticamente en mi sien.
- ¡Ya! -ordena alguien.
Me adelanto. Abro la puerta de una patada, estampándosela al primero de esos imbéciles en las narices. Antes de que reaccionen, me lanzo fuera. Los policías están ante mí, las manos aferrando las pistolas, los ojos muy abiertos, sorprendidos.
- Qué cojo...
Corto la maldición del hombre con un puñetazo. Mis nudillos estallan sobre el plano rostro del policía, la nariz revienta con un chasquido, la sangre brota a chorro. Los ojos del hombre se cruzan, sus rodillas flaquean y ceden.
- ¡Mierda! -maldice el que esta a mi izquierda y alza la pistola, apuntándome.
Me revuelvo y lanzo una patada frontal, empotrándole el pie en su estómago. El policía cae hacia atrás, por encima de la barandilla. Los brazos del hombre bracean desesperados, tratando de asirse, de evitar la caída, inútilmente, tan sólo atrapa aire. Se precipita por el hueco y su grito se pierde abajo.
Una explosión, un disparo.
Mi hombro estalla. Un relámpago sacude mi cerebro y un destello ciega mi visión durante un segundo. Me vuelvo y veo al policía con la pistola encañonándome. Su dedo se tensa sobre el gatillo para volver a disparar. Consigo apartar el arma a un lado con un golpe de mano. La herida de mi hombro lanza una nueva descarga de dolor a mi cerebro. La pistola vuelve a atronar pero ahora la bala hace saltar la madera del suelo, junto a mi pie. Me lanzo sobre el policía, tratando de atraparle con mi mano derecha. Otra explosión, a mi espalda. El último de los policías.
Mi columna se parte en dos como un árbol marchito. Una bomba atómica estalla dentro de mi cerebro con una ensordecedora explosión.
Mi mano queda suspendida en el aire, a escasos centímetros del cuello del hombre, que me mira, asustado, la boca abierta, el rostro empapado en sudor.
Y entonces me derrumbo.
Las paredes se comban sobre mí, el techo desaparece en la distancia, el suelo se acerca muy rápido. No siento dolor, no siento nada al estrellarme de bruces contra la madera. Mis brazos ya no existen, mis piernas pertenecen a otra persona. Se oye otro disparo, sobre mí. La explosión retumba en mis oídos, amortiguada. Mi espalda se convulsiona. Mi cabeza vuelve a golpear el suelo. Por fin me quedo quieto.
Mi mejilla queda apoyada de lado sobre la madera del suelo. Manchándola de sangre que brota por mi boca. Veo unas botas negras que se acercan, veo mi brazo caído sobre el mugriento suelo, la mano aún cerrada, el reloj de pulsera marcando la hora. No puedo ni desviar la mirada de la pantalla digital.
La muerte llega, puntual; doce horas, veinte minutos, cuatro segundos.

Una ambulancia se abría paso por la calle abarrotada de tráfico, llenando la soleada mañana con el alarido de su sirena. Delante de la casa había cinco coches de policía, todos con las luces azules destellando. Muchos hombres uniformados corrían de un lado para otro, entrando y saliendo del edificio, hablando por las emisoras, gritándose cosas, manteniendo a distancia a los viejos y a las mujeres y a los chicos que se acercaban a curiosear.
El cadáver de uno de los policías yacía en el suelo de la planta baja, justo en el hueco de las escaleras, cubierto por una sábana blanca.
- Vamos a entrar -gritó uno de los policías desde el tercer piso, apoyado contra la pared, la pistola aferrada con ambas manos, el rostro en tensión. En el rellano había cuatro policías más, todos armados y preparados para actuar. En el suelo, entre ellos, había otro cadáver. No era un policía. Era un hombre muy grande, casi desnudo a excepción de unos calzoncillos, grande y peludo como un oso, su espalda abierta en varias heridas de bala.
- Ya -ordenó el policía de la puerta.
Los policías se internaron en la casa, coordinados, cubriéndose con sus pistolas, apuntando a los rincones y a las puertas. Dos hombres encararon el pasillo, otros dos lo cruzaron e invadieron la cocina.
- Despejado -informó uno.
- Despejado -repitió otro desde el comedor.
Los dos últimos policías llegaron ante la puerta que llevaba al dormitorio. Tras intercambiar una mirada, uno de ellos pateó la puerta, tirándola abajo. El otro se introdujo al instante, cubriendo el balcón. Su pistola describió un arco por la pared hasta llegar a la cama.
Había una niña sentada en el sucio colchón. Estaba completamente desnuda, los brazos cruzados sobre el pecho, el pelo caído sobre el rostro, los ojos mirando muy abiertos entre los rubios mechones.
- ¡Quieta! -gritó el policía, la tensión y el temor reflejados en su tono.
La niña ni se inmutó. Sus vacíos iris azules miraron al hombre, luego descendieron lentamente para observar la pistola que la encañonaba. Ninguna emoción se reflejó en sus bonitos iris al encontrarse ante el negro cañón del arma.
El segundo policía entró seguidamente en el cuarto, su pistola también apuntando hacia la niña. Al momento entraron los cuatro policías restantes.
- ¡Quieta! -repitió el primero, como si la niña hubiese realizado un mínimo gesto - ¡Quieta!
Ella ni siquiera pestañeó.

viernes, 11 de abril de 2008

INTRO

Jos subía la escalera cargando con una bolsa de plástico llena de medicamentos; botes de aspirinas, paquetes de analgésicos, rollos de venda y un paquete de caramelos de fresa. Llegó al rellano del cuarto piso y se detuvo un instante para recobrar el aliento. El pasillo estaba en penumbra, la luz del techo pendía vacía, sin bombilla. Las puertas se alieaban a los lados, cerradas y con aspecto de no haber sido abiertas en años. Siguió subiendo.
Al llegar al sexto piso estaba completamente exhausto. Ante la puerta de la casa, buscó las llaves los bolsillos y aguardo a que su acelerada respiración se tranquilizara. El silencio reinaba en el edificio, ningún sonido provenía de los pisos de abajo. Tampoco se oía nada al otro lado de la puerta, ni un ruido dentro de la casa.
Jos abrió la puerta con cuidado, lentamente. La vivienda consistía en una única habitación, de techo alto y paredes amarillentas, todo bañado en dorado por la luz del atardecer que se filtraba entre las cortinas que cubrían la ventana. Apenas había muebles, tan sóo un destartalado armario a un lado y una gigantesca cama que ocupaba la mitad de la habitación.
Sobre la cama, entre una maraña de sábanas arrugadas y caídas, dormía Ann. El rostro de la chica descansaba de lado, los ojos cerrados, la boca entreabierta, su pelo desparramado sobre la almohada como una corona de rosas negras. El resto de su cuerpo se hallaba oculto bajo las sábanas, empapadas en sangre y sudor, que se adherían a su piel dibujando el contorno de su pecho, que se agitaba con cada breve respiración.
Jos se acercó, caminando con cuidado sobre la espesa capa de sangre que embotaba el suelo de la habitación. Sus zapatos se hundían varios centímetros en ese lodazal carmesí, quebrando las durezas y costras que se habían cicatrizado sobre el parqué.
Al oírle, Ann abrió pesadamente los ojos castaños. La chica sonrió, pero sus labios, resecos y agrietados, apenas lograron componer un esbozo de alegría. Jos dejó la bolsa de medicamentos en el suelo, junto a la cama, evitando que ella la viera.
- Hola, ya estoy aquí -saludó mientras se sentaba en el colchón. Ella volvió la cabeza para mirarle mejor.
- ¿Cómo estás? -preguntó él, aparatándole un mechón de pelo oscuro que cubría su frente.
- Creo que hoy no podré ir contigo a bailar -bromeó ella.
Jos río levemente, sin alegría. Acarició la frente, secándole el sudor y la observó con detalle. Estaba cada vez peor; tenía la tez blanquecina, sin rastro de color, y tan sólo en sus ojos se atisbaba un destello de vida.
Jos deslizó su mano por la mejilla de Ann, rozó su baribilla y bajó por el fino cuello, apartando poco a poco la sábana que le cubría el pecho. Ella cerró los ojos, como si no quisiese ver su propio reflejo en los de él.
La piel de la chica era tan pálida que Jos podía incluso ver su pequeño corazón, todo rojo y protegido por un caparazón de costillas, finas y blancas. Una miriada de diminutos agujeros salpicaban toda la superficie del corazón de la chica, como si un alfiler lo hubiese perforado infinidad de veces. Con cada una de las pulsaciones, con cada palpitación, un centenar de riachuelos de sangre brotaba por los orificios, fluía sobre la cama y goteaba siilenciosamente sobre el suelo.
Jos la volvió a cubrir. Apartó la mirada. Maldijo en silencio.
- ¿Cuánto hace ya? ¿Dos meses? -preguntó Ann.
Él abrió los ojos y vio que ella le miraba con gesto agotado.
- Ya llevo dos meses aquí tirada, ¿no? -siguió ella, esforzándose en que su voz no se quebrase.
- Sí, dos meses -asintió Jos-. Pero no te preocupes, pronto estarás bien y podremos irnos a bailar todas las noches -añadió, obligándose a sonreír.
Se observaron en silencio durante un largo minuto. El murmullo de la ciudad, distante, el calor del verano, el dulzón olor de la sangre coagulada.
- He sido muy feliz a tu lado -dijo Ann en un susurro.
- Y lo seguiremos siendo -se apresuró en responder Jos-. Siempre estaremos juntos. Te lo prometo.
- Ojalá... -dijo ella y se detuvo, tomando aire con dificultad-. Ojalá fuese así -consiguió decir-. Ojalá estuviésemos juntos mañana -volvió a hacer una pausa. Su pecho se elevó, los pulmones luchando por tomar aire-. Pero ha llegado la hora de irme -añadió y sus ojos se cerraron.
Jos la miró, vio como su pecho se alzaba por última vez, como su boca exhalaba una última bocanada de cálido aire. Se inclinó y le dio un beso de despedida, tomando aquel aliento antes de se desvaneciese, sintiendo sus labios mientras iban enfriándose y quedando rígidos.
Justo en el instante en que despegó sus labios de los de ella, alguien llamó a la puerta.
Jos dirigió una mirada a la entrada, se puso en pie y cruzó la habitación, sabiendo quien llamaba. Al abrir se encontró con un enorme pájaro vestido con una larguísima toga negra, que le cubría desde el plumoso cuello hasta las patas garrudas.
El pájaro miró la habitación con sus ojos negros, grandes y redondos como tapas de alcantarilla.
- He venido a buscarla -dijo con tono solemne.
- Vaya, ha tardado muy poco en llegar -dijo Jos tratando de no sonar demasiado sarcástico.
- Sí, somos un servicio muy eficaz -replicó el gigantesco pájaro sin hacer caso de sus palabras-. Y ahora, si me permite...
Jos se hizo a un lado para dejarle pasar. Pero, antes de que el recién llegado cogiese el cuerpo de Ann, se situó delante de él.
- ¿Puede llevarme a mí también? -preguntó, abriendo los brazos y mostrando sus manos vacías.
El pájaro le observó. Parecía molesto por la interrupción.
- Claro, sí, supongo -asintió con su afilado pico-. Pero antes tiene que morirse, ese es un trámite totalmente imprescindible.
- Comprendo -dijo Jos y cruzó la habitación hasta la ventana. Corrió las gruesas cortinas y echó una mirada abajo-. Son seis pisos, ¿cree que será suficiente? -preguntó volviendo a mirar al pájaro.
- Yo diría que sí. Pero, si no le importa, preferiría que se tirase un poco más tarde, así le recogería alguno de mis compañeros del turno de noche. Verá, es que he tenido mucho trabajo hoy, ha habido un accidente de tren, un montón de cadáveres, y estoy realmente cansado.
- Lo siento, pero he de ir con usted -le dijo Jos-. Lo prometí.
Cerró los ojos. Saltó.