lunes, 28 de abril de 2008

OJOS MUERTOS


La discoteca es un antiguo edificio de ladrillo, la fachada principal pintada de blanco y las laterales de rojo. No hay ventanas. La entrada es una enorme puerta doble de metal negro y opaco. Sobre ella, alumbrado por una hilera de focos cegadores, se lee un cartel con el nombre del local: EJE RADIKAL. La música retumba desde el interior, haciendo temblar las paredes, la melodía reducida a un ritmo infernal. En la cola, esperando para entrar, hay una treintena de veinteañeros, todos borrachos o pasados, o simulando ir borrachos o pasados.
Aquí trabajo yo.
Ante la puerta, plantado con los brazos en jarras, me ocupo de que no haya problemas. Yo controlo la entrada, decido quien merece pasar y quien no, soy como el filtro que retiene los posos, la escoria, los elementos indeseables.
Robe, otro de los vigilantes, deja pasar a un grupo de chicas. Ellas entran sin dejar de reír y cuchichear. Ninguna de ellas llega a los diecisiete años pero eso no importa. Son guapas, vestidas con minifaldas ajustadas y camisetas de tirantes. Las chicas me miran y vuelven a reírse. Una de ellas dice que nunca había visto alguien tan grande. Una de sus amigas pestañea como si no me viera, sus ojos maquillados de un fuerte tono azul, después sonríe durante un segundo antes de desaparecer en el interior. Yo permanezco guardando la puerta, los brazos cruzados sobre el pecho. La ajustada camiseta blanca hace que mis músculos parezcan más grandes. Desde detrás de mis gafas de sol veo como un chico avanza para entrar detrás del grupo de chicas. Es bajito, casi un enano, con el pelo rubio largo y enmarañado. Va vestido con unos pantalones tejanos desteñidos y una camiseta verde y blanca. Su pelo lacio no me gusta. Casi parece una chica.
Alzo una mano y la interpongo en su camino, impidiéndole avanzar.
- Tú no pasas -le digo.
Los ojos del chico se abren sorprendidos, paralizado ante la puerta. Sin apartar mi mano de su camino, hago un gesto con la cabeza para que se eche a un lado.
- Vamos, hombre. Déjame pasar -pide y muestra sus manos vacías.
- Fuera -repito y paso a mirar a las dos chicas que esperan tras él. Son dos rubias, jovencitas y delgadas-. Vosotras, podéis entrar -les indico y hago un gesto con la mano para que entren.
Las dos chicas pasan junto al hippie rubio y entran en la discoteca. La puerta se abre y la música atruena durante unos segundos, luego las planchas de metal se cierran de nuevo y ahogan el estridente sonido.
- Venga, joder -se queja el chico rubio y me mira con ojos enrojecidos por la bebida-. Mis amigos están dentro, me están esperando. Vamos, enróllate y déjame entrar.
No respondo, pero le aparto con el brazo para dejar paso a un grupo que se interna en la oscuridad de la puerta.
- Hostia puta -el hippie se exalta y avanza un par de pasos-. Venga, coño, mis amigos me están esperando dentro.
Le detengo agarrándole de la garganta. Mi mano se cierra como una garra sobre su cuello. Aprieto, obligándole a retroceder. Los ojos del chico se agrandan, asustados, su boca se abre por la sorpresa.
- ¡Te he dicho que te pierdas! -le ladro al oído y lo empujo hacia atrás, sin apenas fuerza, pero aún así el chico retrocede torpemente y tropieza. La gente se aparta y él cae de espaldas sobre la acera. El chico se queda sentado en el suelo, nadie le ayuda.
Este es mi trabajo. Soy bueno haciendo mi trabajo.
La cola de clientes avanza y una pareja son los siguientes en entrar. Robe detiene a los que vienen detrás. Hay alguna queja. Robe dice que hay que esperar, que el local está lleno. Los dos permanecemos delante de la cerrada puerta, como guardianes del paraíso. La música resuena desde el interior como los truenos de una lejana tormenta.
Alguien trata de abrirse camino entre la gente que hace cola. Miro hacia allí y veo a un hombre que levanta el brazo y me saluda.
- ¡Eh, Edu! -me llama. Es un hombre mayor, casi cuarenta, de pelo oscuro y engominado-. ¡Edu, soy yo, Carlos! -vuelve a gritarme sin dejar de agitar la mano-. ¿Cómo va todo, tío? -dice y consigue avanzar un par de puestos más.
Su cara me es familiar.
- Edu, amigo -el hombre alcanza el principio de la cola. Los otros clientes protestan, pero él no les hace caso y llega hasta mi lado-. Edu, tío, me alegro mucho de verte.
Él sonríe y su boca se abre en una ristra de dientes blancos. A su lado, cogiéndola de la cintura, hay una chica muy joven, alta y delgada y con una ajustadísima camiseta roja que remarca sus grandes tetas.
Cuesta apartar la mirada de las tetas de la chica.
- Edu, tío, ¿podemos pasar? -pregunta el hombre apoyando una mano en mi hombro.
Logro apartar la atención de las tetas y vuelvo a mirarle. El hombre sigue sonriendo, seguro, confiado.
- Claro, pasad. -les abro la puerta.
- Gracias, amigo. -tras darme una palmadita en la espalda, guía a su acompañante al interior.
Los chicos que aguardaban en los primeros puestos de la cola se quejan. Cierro la puerta. Un chaval de pelo rubio paja protesta, diciendo que llevan esperando casi media hora. Robe y yo no nos movemos de nuestros puestos, los brazos cruzados sobre el pecho, el gesto serio.
Otro grupo de chicos. Uno enseña una gran sonrisa y un billete de cinco mil. Es un chico de veintipocos, el pelo muy corto, la nariz muy grande. Va vestido con unos pantalones de pinzas y una camisa blanca.
- Hola, ¿podemos pasar? -pregunta, esforzándose en ser amable-. Estoy con unos amigos y queremos...
- Fuera -le corto, apartándolo a un lado.
No me gusta su cara. Dan ganas de aplastar esa nariz de un puñetazo.
- ¿Cómo, no podemos entrar? -se queda, aturdido, con el billete aún en la mano.
Robe aparece a mi lado y obliga a los tres chicos a retroceder.
- ¿No habéis oído? -les dice echándolos fuera de la cola-. No podéis entrar aquí. No podéis entrar. Largo, fuera, ya os estáis yendo de aquí.
Más chicos, más chicas. Todos aguardan su turno. Sólo se escucha alguna velada queja. Nadie se atreve a protestar más. Las chicas sonríen y dan las gracias cuando las dejamos entrar. Los chicos nos saludan con un gesto de cabeza y se apresuran tras ellas. La música, la oscuridad, la diversión espera dentro.
Yo me ocupo de que lo pasen bien. Ese es mi trabajo. Vigilo la puerta, evitando que entren los indeseables o los desgraciados o los inmigrantes o los pobretones. Yo hago que la discoteca sea un lugar seguro, donde los clientes lo pasen bien, sin camellos marroquíes que les molesten o macarras que busquen pelea.
Hago esperar diez minutos antes de dejar entrar a los siguientes afortunados.
Entonces alguien sale por la puerta. Es José, el vigilante de la zona VIP.
- ¿Va todo bien por aquí? - pregunta echando un rápido vistazo a las cuarenta personas que esperan en la cola. Es un tío grande, buenos bíceps, pero más bajo que yo, apenas un metro ochenta.
- Todo bien. -me vuelvo hacia los tres chicos que esperan su turno-. Un momento -les digo alzando la mano para retenerles.
José se coloca a mi lado, saluda a Robe y vuelve a hablarme, esta vez al oído.
- Edu, sube arriba. El jefe quiere verte. -señala el interior de la discoteca.
- ¿Ahora? -pregunto, confundido.
- Sí, ahora -dice él y, dando un paso adelante, ocupa mi lugar ante la gente que espera.
Dejo la puerta, entro en la discoteca, saludo a las dos chicas de la caja y me interno por el pasadizo que lleva a la pista principal. Cientos de personas bailan enloquecidas, la música resuena en el techo, la luz azulada de los focos recorre a toda velocidad la sala. Parpadeos, destellos, relámpagos. La gente alza los brazos y grita. El mecánico ritmo se acelera. Cegadores flashes parpadean. Oscuridad, claridad, oscuridad, claridad.
Me abro camino a empujones y subo las estrechas escaleras que llevan a la sala VIP. Hay chicos sentados en los escalones. Paso junto a ellos y llego a la balconada que rodea la pista. Hay más chicos aquí, apoyados en la barra y observando el mar de gente que baila abajo. Cruzo hasta el pasillo que se abre en la pared del fondo. Saludo a otros dos guardias de seguridad y paso dentro.
Aprovecho para sacar un cigarrillo. Dando una calada, recorro el corto pasillo hasta la zona VIP, una sala alargada con sofás y mesas. Grupos de personas charlan y beben champán. Camareras particulares atienden cada una de las mesas. La música está muy alta, pero no tanto como en la sala principal. Busco entre las mesas. Veo a muchas chicas rubias, modelos casi todas, también hay muchos hombres de negocios, vestidos con los trajes oscuros, pero sin la corbata, el cuello de las camisas aflojado. Tardo unos segundos en reconocer a Jim en una mesa del fondo.
Jim es mi jefe.
Es un hombre de pelo canoso, cuarenta años, ojos azules, inglés. Está sentado en un sofá con tres chicas y un par de amigos. Hay una cubitera encima de la mesa con una botella de Vodka bañándose en hielo. Las chicas son muy guapas, todas rubias, y sonríen y beben pequeños sorbitos de sus copas. Jim se echa hacia atrás en el sofá y se ríe a carcajadas. Uno de sus amigos dice algo y él vuelve a reírse, de forma aún más exagerada.
- ¡No me lo puedo creer! -está gritando mi jefe cuando llego a su mesa-. ¡Ese tío es completamente imbécil!
Me quedo de pie al lado del sofá, las manos cruzadas a la espalda, el cigarrillo en una de ellas. Por fin deja de reírse y me ve.
- ¡Hola, Edu! -me saluda sin deshacer del todo su sonrisa-. Contigo quería yo hablar. -se gira hacia sus amigos-. Ahora vuelvo -se levanta y camina hacia la barra que hay a un lado de la sala. Le sigo y nos sentamos en los taburetes. Al instante aparece una de las camareras y le pregunta a Jim si quiere algo. Jim niega con la cabeza y le hace un gesto para que se vaya.
- Edu, hemos tenido algún problema -me dice, sin mirarme, sus ojos vagando por la concurrida sala-. Nada serio, no te preocupes -añade, mirándome durante un destello.
No estoy preocupado. Tan sólo algo nervioso. Pocas veces había hablado a solas con el jefe.
Mi mano izquierda juguetea con las monedas que tengo dentro del bolsillo del pantalón. Mi mano derecha sostiene el cigarrillo.
- Hemos recibido un aviso de la policía -sigue Jim-. Un par de detectives vinieron el otro día a mi despacho y empezaron a hacerme preguntas sobre el negocio y sobre los guardias de la puerta. Al parecer alguien ha puesto una denuncia contra nosotros. Se trata de una denuncia por agresión, hay un tiparraco que dice que fue apaleado a las puertas de nuestra discoteca. -Jim acaba de hablar y deja de observar la sala para centrarse en mí-. ¿Sabes algo al respecto? -pregunta, mirándome fijamente, casi como si quisieran ver mi interior. Doy una calada de mi cigarrillo antes de responder.
- No, señor, no sé nada.
Jim se queda mirándome un buen rato, examinándome, antes de volver a decir algo.
- Está bien, Edu-dice al fin-. No te estoy acusando de nada. Sé cómo trabajáis y siempre he aprobado vuestros métodos. Sólo quiero que a partir de ahora vayáis con un poco más de cuidado. ¿Me entiendes?
Asiento con la cabeza.
- Si alguien se pasa o monta jaleo, dadle su merecido -sigue él-. Pero hay que ser discretos. Nada de hacer una escena a las puertas de la discoteca. No me importa lo que hagáis, pero nada de líos delante de la puerta. ¿Entendido? -vuelve a preguntar, clavándome otra mirada de advertencia.
Asiento de nuevo y apuro el cigarrillo.
- De acuerdo, Edu-asiente Jim, levantándose del taburete-. He hablado con Robe y José y los otros porteros y sé que tendréis más cuidado de ahora en adelante. -empieza a alejarse hacia la mesa de sus amigos-. Sólo quería asegurarme que tendréis cuidado y de que no haréis nada que nos pueda dar problemas. -dicho esto se vuelve y regresa al sofá, junto a las chicas rubias y a sus dos amigos. Al momento los seis ya están riéndose otra vez.
Aplasto el cigarrillo en el cenicero, me pongo en pie y cruzo la sala VIP. Los clientes siguen hablando, riéndose, bailando. Salgo por el pasillo y me encuentro con la multitud que abarrota la sala principal. La música sigue su ritmo infernal, sumiendo a la gente en un baile enloquecido. Bajo las escaleras hasta la puerta, regreso a mi puesto.
Son las cuatro de la madrugada. Ya no hay clientes esperando entrar. Robe está apoyado en la pared y charla con una chica pelirroja. Me quedo en la puerta, viendo pasar unos pocos coches por la avenida. Los faros cruzan la calle y se alejan con rapidez. Los altos edificios duermen, centenares de ventanas sumidas en la oscuridad. El aire es caliente, sofocante, el cielo negro sin estrellas. Todo se mantiene en una densa calma. Paso una mano por la frente y descubro que está empapada. Es septiembre.

A las seis, las luces amarillas de la discoteca se encienden. La música cesa y la gente sale lentamente por la puerta y se dispersa por la calle. Desde el piso de arriba, vamos barriendo hacia afuera a todos los clientes. Chicos con los ojos rojos como ascuas, varias parejas besándose de forma frenética, dos chicas dormidas en uno de los sofás, un par de ejecutivos llevándose a dos niñas completamente borrachas, agarrándolas por la cintura y besándoles el cuello y arrastrándolas hacia la calle. Robe, José, yo y los otros cuatro guardias de seguridad nos ocupamos de echarlos a todos. Tardamos veinte minutos en vaciar la discoteca. La enorme sala queda desierta, el suelo cubierto de una alfombra de vasos y papeles.
Jim baja las escaleras acompañado de una impresionante rubia de piernas eternas, que se ríe de forma beoda y se abraza a su cuello. Jim nos despide con la mano y dice que podemos irnos, que él y José se encargan de cerrar.
Salimos fuera, bajamos la reja que cubre la entrada principal. El sol ya ha aparecido y su luz dorada cubre los viejos edificios. Varios de los porteros se despiden y se marchan. Robe besa a la chica pelirroja y me pregunta si quiero ir con ellos a un after del eixample.
- No, hoy no -respondo-. Estoy cansado
- Vaya, tú te lo pierdes -dice y está claro que le importa un carajo si voy con ellos o no-. Nos vemos. ¿Trabajas mañana? -me pregunta mientras se aleja con la chica.
- No, mañana no trabajo.
- Yo sí -asiente, tras meditarlo durante un segundo-. Bueno, tengo que irme. Que vaya bien -vuelve a despedirse, subiéndose a su coche.
Emprendo el camino de regreso a casa. El coche de robe arranca y ruge con potencia, saliendo a toda velocidad, y el sonido de su motor se pierde en la distancia.
Camino con prisa de vuelta a casa. Tras recorrer un centenar de metros, dejo la avenida para continuar por una estrecha callejuela. Los coches aparcados se amontonan en las aceras, los contenedores rebosan de basura, las fachadas de los edificios presentan infinidad de manchas de humedad y mugre. No me encuentro con ni una persona hasta llegar a mi casa.
Se trata de un edificio estrecho y alto, de piedra gris y balcones corroídos por la herrumbre. Las grietas recorren la fachada, salpicada de manchas oscuras como cardenales. Muchas ventanas no tienen cristales, con cartones y plásticos que cubren los huecos.
Aquí vivo yo.
El portal es una puerta de madera hinchada por la humedad. Introduzco la llave y empujo con fuerza. Los goznes protestan con un chirrido al abrirse. Las escaleras están sumidas en penumbra, el polvo flota invisible en el aire, el ambiente es denso, un centenar de fuertes olores todos mezclados.

Un ligero temblor sacudió la casa al cerrarse la puerta. Edu dejó su chaqueta de cuero en el desvencijado colgador y vació sus bolsillos sobre la mesilla que ocupaba gran parte del recibidor. Las llaves, la cartera, monedas, un paquete de tabaco, mechero, una navaja. El hombre dejó que los objetos se desparramaran por la mesa. La luz del amanecer se filtraba en afilados rayos a través de las bajadas persianas y rompía la negrura que dominaba la casa. Edu entró en la pequeña cocina. Los muebles lucían una gruesa capa de suciedad, los platos y vasos se apilaban en el fregadero, dos bolsas de basura repletas a reventar esperaban apoyadas en la pared del fondo. Un fuerte olor a aceite, tabaco y pescado en mal estado impregnaba el ambiente. Buscó en la nevera, prácticamente vacía y encontró una cerveza de lata. La abrió y dio un buen trago.
Era un hombre enorme, de casi dos metros de altura y cien quilos de peso. Su cráneo rapado remarcaba la cuadrada estructura de su cabeza; la mandíbula acerada, los pómulos cortados a hachazos, los diminutos ojos hundidos bajo las cejas espesas. Sus facciones delataban que ya había pasado los treinta años. La barba de tres días ensombrecía su rostro, adornado por un pequeño aro plateado que colgaba de su lóbulo izquierdo. Completaba el cuadro una gruesa cicatriz que cruzaba su mejilla derecha y rozaba su ojo.
Tras saciar su sed, con la lata aún en la mano, abandonó la cocina y cruzó el pasillo hasta el dormitorio principal. La puerta estaba cerrada, la llave asomando de la cerradura. Corrió el cerrojo y abrió. Era una habitación pequeña, prácticamente a oscuras, las contraventanas de madera cerradas, con la grisácea luz del pasillo proyectándose en un arco por la estancia. Había un armario, una mesa y una amplia cama. En la cama, tumbada de espaldas, yacía una chica.
- Hola, Clara -saludó Edu entrando en la habitación.
La chica, apenas una adolescente, descansaba apoyada en la pared, las arrugadas sábanas cubrían su cuerpo desnudo hasta la cintura, dejando al descubierto su cuerpecito de niña y sus pechos menudos. Era rubia, aunque su enmarañado cabello había perdido brillo y caía sobre sus mejillas en mechones gruesos. Su rostro era alargado, la barbilla fina y afilada, los labios estrechos, la nariz pequeña. Sus ojos azules resaltaban, grandes, muy abiertos, mirando fijamente a Edu. Los delgados brazos de la chica se apoyaban sobre la almohada, dos finas correas anudadas a sus muñecas la ataban a la cabecera de la cama. Su boca se entreabrió levemente pero ninguna palabra dejó sus labios.
Edu se sentó en la cama, al lado de la chica. Los oxidados muelles chirriaron bajo su peso. El hombre alargó una mano para acariciar la mejilla de la chica.
- Ya estoy aquí, amor mío -dijo Edu y, acariciando el cuello de la chica con la mano derecha, bebió con la otra de su cerveza-. Sé que no te gusta quedarte sola, pero tengo que ir a trabajar, tengo que ganar dinero, ganar dinero para nosotros dos, ganar dinero para que podamos seguir juntos.
La chica no respondió, sus ojos perdidos en algún punto de la oscura pared.
- Ahora estoy muy cansado -siguió hablando Edu-, pero luego te prepararé un buen desayuno, de los que te gustan. Bajaré al bar y compraré bollos y te haré zumo de naranja. -el hombre deslizó su mano por el pecho de la chica, sus dedos palparon con suavidad el seno derecho. Rozó el pezón y continuó bajando por las estrechas costillas, hasta el estómago.
La chica emitió un débil suspiro, pero su fría mirada no se apartó de la pared. La mano del hombre descendió por su vientre y se internó bajo la sábana, entre las piernas. Los ojos de la chica se abrieron un poco más pero su vacía expresión no varió un ápice.
- Cariño mío -le susurró al oído Edu a la vez que la besaba en el cuello. Mientras, su mano empezó a juguetear con el escaso bello púbico de la chica-. Cariño, cariño -repitió él sin dejar de besarla y tocarla. Ella se mantuvo inerte, sus ojos mirando el vacío como los de un pez muerto.

La televisión emite un reportaje especial. La voz de una mujer habla con voz átona mientras las imágenes se suceden: una foto de familia, un padre, una madre, una hija adolescente, barbacoa en el jardín, la misma niña con diez años soplando las velas de una tarta. La mujer sigue hablando. No le hago caso.
Clara era la envidia de sus amigas. Sus compañeros de clase afirmaban que es la más guapa de todo el instituto. Su pelo, rubio y rizado, caía por su espalda como una cascada dorada, balanceándose suavemente con cada uno de sus gráciles pasos. No era muy alta, pero su cuerpo delgado parecía haber sido moldeado por un escultor de la Grecia clásica. Aparte, era una chica simpática y dulce, buena estudiante y con una inteligencia muy superior a la media. Era la envidia de todas sus amigas.
Sus padres estaban muy orgullosos de su hija. Él, arquitecto, veía en la niña la mejor de sus obras. Ella, escritora, amaba a su hija por encima de cualquier otra cosa. Clara era la verdadera luz que iluminaba la bonita casa que tenían en una selecta urbanización de las afueras de Barcelona.
Hace apenas dos meses, a principios del mes de junio, Clara y sus amigas fueron a Barcelona para celebrar su decimoquinto cumpleaños. Se citaron por la tarde en la plaza de Cataluña para ir al cine a ver la última película de Julia Roberts. Luego fueron a cenar al Burguer King y acabaron en la Ovella Negra, un bar famoso por su sangría. Las amigas llenaban sin cesar los vasos y brindaban y hablaban sobre los exámenes, sobre los chicos del instituto y sobre los extranjeros que abarrotaban el bar.
Según afirman sus amigas, Clara apenas había probado el alcohol en toda su vida, pero aquella noche la sangría estaba muy fría, dulce y deliciosa, y la chica bebió algunos vasos.
Después, el grupo de amigas decidió bajar al barrio chino y continuar celebrando el cumpleaños. Caminaban por la calle, alegres, cantando y riéndose. Poco antes de llegar al siguiente bar, Clara se detuvo al encontrarse con Lucía y Pedro, un matrimonio amigo de sus padres. La chica insistió a sus amigas para que siguieran hasta el bar y la esperaran allí.
El matrimonio testificó ante la policía, asegurando que la joven estaba muy alegre y aparentaba ir algo borracha, pero tampoco le dieron mayor importancia. Hablaron con ella durante un par de minutos y Clara se despidió por la calle Escudellers en busca de sus amigas. Este matrimonio fueron las últimas personas que vieron a la chica antes de su desaparición.
Después de esperar durante dos horas en el bar, las amigas, muertas de preocupación, llamaron a la familia de Clara. La policía fue alertada pasadas las cuatro de la madrugada y varias patrullas peinaron las calles del barrio chino, aunque su búsqueda no dio ningún fruto.
Han pasado dos meses desde que Clara desapareció. En este tiempo las investigaciones no han aportado ningún dato nuevo.
Mientras tanto, en el colegio de la niña, los alumnos se manifiestan cada lunes durante diez minutos para exigir la aparición de su compañera. Todos los chicos se reúnen en silencio tras una pancarta en la que hay escrito “Clara, todos te queremos. Vuelve a casa”. La imagen se ha repetido cada lunes desde hace dos meses. A pesar de la muda protesta de sus compañeros, la niña sigue sin aparecer.

Clara y Edu estaban en el pequeño comedor, sentados en el sofá, viendo la televisión, ambos completamente desnudos. La pantalla del televisor era la única fuente de luz, sumiendo en claros y sombras toda la estancia, enmarcando los contornos de las dos figuras; el amplio torso de él, el bello del pecho como una mancha oscura, la silueta de ella, frágil, menuda. Su cabello rubio casi parecía blanco.
Hacía mucho calor en la habitación, el aire estancado, pesado. La única ventana tenía la persiana cerrada a cal y canto, ni un solo rayo de luz entraba por la persiana. Fuera era mediodía, pero bien podían ser las cuatro de la madrugada.
Edu miraba la televisión recostado cómodamente en el sofá, complacido, fumando un cigarrillo, su brazo apoyado sobre el respaldo, por encima de los hombros de Clara. Los ojos de ella también estaban fijos en la pantalla, muy abiertos, paralizados, sin siquiera llegar a pestañear. La chica tenía las piernas juntas, las rodillas tocándose, el tronco encorvado hacia adelante, los brazos cruzados sobre el pecho, aferrándose a su propio cuerpo, como si tuviese frío.
- Dale duro -dijo él con una sonrisa esbozada en los labios.
La televisión emitió una serie de chillidos agudos, luego varios golpes contundentes y secos.
- Húndele los dientes -volvió a animar él, dirigiéndose al televisor.
Clara permanecía inerte a su lado. Ni un solo parpadeo.
En la pantalla las imágenes se sucedían a toda velocidad, un episodio de Dragon Ball. Goku peleaba con Vegeta, los dos luciendo unos cuerpos inflados de músculos, totalmente cubiertos de heridas, cortes y sangre. Goku saltó quince metros y conectó un terrible rodillazo en la nuca de su oponente.
- Dale, dale -Edu lanzó una bocanada de humo.
En la televisión, Goku acorraló a Vegeta contra una pared y le hundió una serie de puñetazos en el estómago. Vegeta exhaló un litro de sangre.
- Mata a ese maricón -volvió a animar Edu a los personajes de dibujos animados, que siguieron gritando y golpeándose sin piedad.

El zumbido de la nevera es todo lo que se oye en la amplia y diáfana cocina. Los muebles blancos cubren las paredes blancas. Sobre las blancas baldosas, una mesa negra destaca en el centro de la estancia, cuatro taburetes a su alrededor, con un hombre sentado en del extremo. La nevera perpetúa su murmullo eléctrico. El hombre no parece escucharlo; encorvado sobre la mesa, la cabeza gacha, las manos cubriendo el rostro. No se mueve.
El resto de la casa también resta en un insondable silencio. El salón aparece desierto. El pasillo lleva a los dormitorios: el cuarto de invitados, el dormitorio de Clara, el dormitorio de matrimonio. Las habitaciones están sumidas en la semioscuridad a pesar de que apenas ha pasado el mediodía. Las persianas están bajadas y a través de ellas se cuela una imperceptible brisa que apenas mece las cortinas de seda. En el cuarto principal hay una figura tumbada en la cama de matrimonio. Es una mujer, vestida con camisón que se ha subido hasta casi sus caderas mostrando la blanca piel de sus muslos. El brazo derecho cubre los ojos y el izquierdo cae blandamente por el costado de la cama. Su piel brilla amarillenta por al sudor. El aire es caliente, emponzoñado, tan denso como el silencio.
El teléfono no suena. Hace días que no lo hace. Antes sonaba sin parar, a todas horas. Los días siguientes a la desaparición de Clara había estado sonando día y noche, su estridente timbre impidiendo descansar a los padres de la niña. Casi siempre los que llamaban eran periodistas; de radio, televisión, periódicos, agencias, todos querían lo mismo, entrevistarles, preguntarles por sus sentimientos, hacerles sufrir recordando a cada instante la inmensa incertidumbre que se cernía sobre el destino de su hija. Las voces de los periodistas eran amables, melosas, tratando de intimar con ellos, de conseguir su confianza, de conseguir una exclusiva.
También había llamado algún político, interesándose por su situación y dándoles ánimos para seguir luchando. Los políticos eran los más amables de todos, mucho más incluso que los periodistas. No paraban de repetir que todo iba a salir bien, que no se preocuparan, que su hija iba a volver con ellos. Luego aparecían en el telediario de las nueve, con gesto serio y mirada grave. La noticia decía que el presidente se había mostrado muy afectado por la tristeza de la familia.
El teléfono había sonado durante días enteros, su llamada estallando en la casa como un trueno. Eso había sido durante las dos semanas siguientes a la desaparición de Clara.
Ahora el teléfono ya no suena nunca.
El interés por la noticia había pasado, caducado. La nueva ola de violencia en el País Vasco atrae la atención en este momento. Tres atentados, cuatro muertos, decenas de heridos, cuatro manifestaciones, enfrentamientos con la policía, un centenar de detenidos. Clara ya no es importante.
De vez en cuando una pequeña nota, apenas un breve comentario, se cuela en el tiempo de los telediarios y recuerda que la niña sigue sin aparecer y que la policía sigue investigando. Entonces pasan rápidamente a las noticias deportivas y hablan sobre el inminente inicio del campeonato nacional de fútbol. Veinte mil millones de pesetas en fichajes. Un niño brasileño de dieciocho años convertido en ídolo. El niño habla con voz trémula y dice que intentará satisfacer a la afición que tanto le apoya. Esa es la noticia. Clara ya no lo es.
La casa permanece congelada en el silencio y la calma. El padre se quita las manos del rostro y sus ojos resecos y sin lágrimas miran la pared. El zumbido de la nevera parece ocupar toda la cocina. La madre permanece en la cama, el rostro oculto bajo el brazo. Si no fuese por la respiración de su pecho uno diría que ya está muerta.

La habitación oscura, el atardecer había llegado y la persiana continuaba bajada. La cama era apenas una sombra negra y difusa. La niña dormía desnuda en ella, las manos cruzadas sobre el pecho, las correas de la cama colgando del cabecero, desatadas. Acostado a su lado, Edu fumaba un cigarrillo, la lumbre de su pitillo brillando en la penumbra, las oscuras cuencas que eran sus ojos clavadas en la sucia pared de enfrente. El calor, húmedo, pegajoso, flotaba en el estancado aire, donde el humo del tabaco dibujaba formas fantasmales.
Edu miró su reloj. Faltaba una hora para entrar a trabajar. El hombre apagó el cigarrillo en el suelo y se volvió hacia la chica que dormía a su lado. La respiración de ella era lenta y calmada, la boca ligeramente abierta, apenas un suspiro. Edu la contempló durante un minuto. Entonces alargó una mano y acarició la suave mejilla.
- Duerme tranquila. Yo te protejo -susurró en un ronco murmullo y continuó acariciándola, apenas rozando la piel de ella, mientras seguía en voz baja-. Yo te protejo, tranquila, no puede pasarte nada. No tienes que estar asustada, nadie te hará daño, no mientras yo esté aquí...
Tras dedicarle una última mirada, Edu se incorporó y cruzó la habitación para salir al pasillo. Iba vestido únicamente con unos calzones largos, descoloridos y viejos, el resto de su cuerpo desnudo, los musculosos brazos bañados de humedad, el voluminoso pecho recubierto de la espesa capa de pelo negro.
Entró en la cocina. Varias moscas describían círculos en el aire. Edu trató de ahuyentarlas de un manotazo y se acercó al fregadero. Abrió el grifo y colocó la cabeza bajo el chorro de agua. Permaneció así varios minutos, luego cerró el grifo y dejo que las gotas resbalasen por su cuello y bañaran su torso.
Volvió al dormitorio. La chica seguía durmiendo plácidamente, como un ángel. Edu dejó de mirarla y buscó en el armario, desordenado y con ropa tirada por todas partes, algo que ponerse.
Justo entonces se oyó un chirrido de neumáticos en la calle de abajo. Edu se apartó del armario, extrañado, y se acercó a la ventana. Miró la calle a través de la persiana, espiando por una ranura: aparcados en la acera había dos coches de la policía, las luces azules del techo emitiendo intermitentes destellos, cuatro agentes uniformados salían apresuradamente de los vehículos en ese momento.
Edu se apartó bruscamente de la ventana. De pie en medio de la habitación, miró a su alrededor, como buscando la solución en las paredes o en la cama. Su respiración se aceleró al instante, su cráneo se cubrió de sudor.
No podían venir a por él, era imposible, pensó, resoplando como un buey y sin dejar de observar la habitación. Debía tratarse de una coincidencia. No podía ser que viniesen a buscarle. Simplemente era imposible.
Volvió a la ventana y espió la calle. Los coches seguían aparcados, abandonados, las luces azules dando vueltas y vueltas. Soltando una maldición, Edu corrió hasta la puerta del apartamento. Abrió la puerta silenciosamente, apenas un resquicio, y escuchó.
Fuertes pisadas subían a la carrera las escaleras, la madera de los escalones rechinando como protesta.
Edu cerró la puerta y regresó al dormitorio, junto a Clara. Los pasos llegaron ante su puerta. Un puño la aporreó con fuerza. Edu se encorvó sobre la figura durmiente de la cama, en paz, ajena a los golpes, a los ruidos, a lo que sucedía a su alrededor.
- ¡Policía, abran la puerta! -gritó una voz autoritaria en el pasillo de entrada.
Edu seguía paralizado, mirando a Clara. La niña emitió un débil gemido y sus párpados temblaron durante un segundo. Edu se agachó para poder besarla. Sus labios se posaron sobre la frente de la chica. La piel de ella estaba fría.
- ¡Policía! -volvió a ladrar la voz de afuera-. Venimos a buscar al señor Eduardo Rodrigo -explicó el hombre a gritos-. ¿Señor Rodrigo, está ahí dentro? Hay una denuncia contra usted por agresiones.
Edu no pareció reaccionar, se quedó de pie, mirando por última vez el bello rostro de la chica.
- ¡Abra la puerta!
Edu se apartó de la chica y, dándose da la vuelta, se dirigió hacia el pasillo, hacia la puerta. El puño golpeó de nuevo sobre la madera.
- Señor Rodrigo, abra o entraremos a la fuerza.

No dejaré que se la lleven. No dejaré que me la quiten.
- Preparados para entrar, señor -susurra una de las voces de afuera.
- A mi señal -responde otra.
Apoyo la espalda contra la pared, junto a la puerta. Cierro los puños con fuerza. Siento la sangre agolpándose en mis antebrazos, recorriendo mis venas como mercurio. El sudor empapa mi frente, el corazón martillea frenéticamente en mi sien.
- ¡Ya! -ordena alguien.
Me adelanto. Abro la puerta de una patada, estampándosela al primero de esos imbéciles en las narices. Antes de que reaccionen, me lanzo fuera. Los policías están ante mí, las manos aferrando las pistolas, los ojos muy abiertos, sorprendidos.
- Qué cojo...
Corto la maldición del hombre con un puñetazo. Mis nudillos estallan sobre el plano rostro del policía, la nariz revienta con un chasquido, la sangre brota a chorro. Los ojos del hombre se cruzan, sus rodillas flaquean y ceden.
- ¡Mierda! -maldice el que esta a mi izquierda y alza la pistola, apuntándome.
Me revuelvo y lanzo una patada frontal, empotrándole el pie en su estómago. El policía cae hacia atrás, por encima de la barandilla. Los brazos del hombre bracean desesperados, tratando de asirse, de evitar la caída, inútilmente, tan sólo atrapa aire. Se precipita por el hueco y su grito se pierde abajo.
Una explosión, un disparo.
Mi hombro estalla. Un relámpago sacude mi cerebro y un destello ciega mi visión durante un segundo. Me vuelvo y veo al policía con la pistola encañonándome. Su dedo se tensa sobre el gatillo para volver a disparar. Consigo apartar el arma a un lado con un golpe de mano. La herida de mi hombro lanza una nueva descarga de dolor a mi cerebro. La pistola vuelve a atronar pero ahora la bala hace saltar la madera del suelo, junto a mi pie. Me lanzo sobre el policía, tratando de atraparle con mi mano derecha. Otra explosión, a mi espalda. El último de los policías.
Mi columna se parte en dos como un árbol marchito. Una bomba atómica estalla dentro de mi cerebro con una ensordecedora explosión.
Mi mano queda suspendida en el aire, a escasos centímetros del cuello del hombre, que me mira, asustado, la boca abierta, el rostro empapado en sudor.
Y entonces me derrumbo.
Las paredes se comban sobre mí, el techo desaparece en la distancia, el suelo se acerca muy rápido. No siento dolor, no siento nada al estrellarme de bruces contra la madera. Mis brazos ya no existen, mis piernas pertenecen a otra persona. Se oye otro disparo, sobre mí. La explosión retumba en mis oídos, amortiguada. Mi espalda se convulsiona. Mi cabeza vuelve a golpear el suelo. Por fin me quedo quieto.
Mi mejilla queda apoyada de lado sobre la madera del suelo. Manchándola de sangre que brota por mi boca. Veo unas botas negras que se acercan, veo mi brazo caído sobre el mugriento suelo, la mano aún cerrada, el reloj de pulsera marcando la hora. No puedo ni desviar la mirada de la pantalla digital.
La muerte llega, puntual; doce horas, veinte minutos, cuatro segundos.

Una ambulancia se abría paso por la calle abarrotada de tráfico, llenando la soleada mañana con el alarido de su sirena. Delante de la casa había cinco coches de policía, todos con las luces azules destellando. Muchos hombres uniformados corrían de un lado para otro, entrando y saliendo del edificio, hablando por las emisoras, gritándose cosas, manteniendo a distancia a los viejos y a las mujeres y a los chicos que se acercaban a curiosear.
El cadáver de uno de los policías yacía en el suelo de la planta baja, justo en el hueco de las escaleras, cubierto por una sábana blanca.
- Vamos a entrar -gritó uno de los policías desde el tercer piso, apoyado contra la pared, la pistola aferrada con ambas manos, el rostro en tensión. En el rellano había cuatro policías más, todos armados y preparados para actuar. En el suelo, entre ellos, había otro cadáver. No era un policía. Era un hombre muy grande, casi desnudo a excepción de unos calzoncillos, grande y peludo como un oso, su espalda abierta en varias heridas de bala.
- Ya -ordenó el policía de la puerta.
Los policías se internaron en la casa, coordinados, cubriéndose con sus pistolas, apuntando a los rincones y a las puertas. Dos hombres encararon el pasillo, otros dos lo cruzaron e invadieron la cocina.
- Despejado -informó uno.
- Despejado -repitió otro desde el comedor.
Los dos últimos policías llegaron ante la puerta que llevaba al dormitorio. Tras intercambiar una mirada, uno de ellos pateó la puerta, tirándola abajo. El otro se introdujo al instante, cubriendo el balcón. Su pistola describió un arco por la pared hasta llegar a la cama.
Había una niña sentada en el sucio colchón. Estaba completamente desnuda, los brazos cruzados sobre el pecho, el pelo caído sobre el rostro, los ojos mirando muy abiertos entre los rubios mechones.
- ¡Quieta! -gritó el policía, la tensión y el temor reflejados en su tono.
La niña ni se inmutó. Sus vacíos iris azules miraron al hombre, luego descendieron lentamente para observar la pistola que la encañonaba. Ninguna emoción se reflejó en sus bonitos iris al encontrarse ante el negro cañón del arma.
El segundo policía entró seguidamente en el cuarto, su pistola también apuntando hacia la niña. Al momento entraron los cuatro policías restantes.
- ¡Quieta! -repitió el primero, como si la niña hubiese realizado un mínimo gesto - ¡Quieta!
Ella ni siquiera pestañeó.

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